Soy hombre habituado a tratar con las palabras. Desde siempre éstas tuvieron para mí una especial fascinación. No es raro que al cabo de los años me decantara por la tarea literaria. Creo que desde que tuve conciencia de mí, que fue en la crisis de la pubertad, me animó el deseo de discernir el laberinto del lenguaje. Fue entonces cuando me decidí a leer, reconociendo que mi espíritu necesitaba de ese alimento. Concluí que jamás podría sobrellevar el yermo de un entendimiento lego. En un principio resultó arduo penetrar el misterio del idioma. La educación recibida estaba llena de lagunas. Mi léxico era deficiente. Toda lectura reclamaba la ayuda del diccionario. Mi índice de lecturas se centró
durante este primer acercamiento en los clásicos y otros libros más comerciales de bajo precio. Leí casi por entero la biblioteca de mi padre, que no era muy cuantiosa y que se nutría principalmente de literatura cristiana. En lo profano, recuerdo una biografía de Villaespesa, otra mejor encuadernada de don Álvaro de Luna, Platero y yo, cómo no, el Quijote, y un ensayo evangélico de un autor japonés que me cautivó. Su principal atractivo era su buena prosa y una sutileza poética muy oriental. Ya he dicho con anterioridad que el libro rompedor en estos primeros años fue La vida del Buscón, de Quevedo, cuya óptica esperpéntica complementaba nuestra mirada crítica y cáustica del mundo. Por ese tiempo se editó la colección económica de libros RTVE. Estos me propiciaron la primera gran zambullida seria en el mundo de las letras. Fue mi primera lectura de Sonata de Primavera, de La Busca, de Trafalgar, de Las Florecillas de San Francisco, de El jugador. etc. Hoy habito una casa repleta de libros. Su verbo habla directamente a nuestro intelecto, ¿por qué no? a nuestra sentimentalidad, amplía nuestros horizontes culturales. Nos afirma como hombres en cuanto somos cultura. Pero existe otro verbo que conocí desde bien niño. Que también se trasmite a través de un libro: El Libro: La Biblia. Esta, singularmente, se constituye por una palabra, pero una palabra viva que habla directamente al corazón. Cuando oímos un homilía o un sermón, lo reconocemos al igual que cualquier otro discurso retórico compuesto de oraciones y vocablos que tal vez no nos digan nada, o acaso lo mismo que el discurso de cualquier otro libro. De boca del predicador surge una disertación que nuestra mente juzga aleccionadora o edificante moralmente. Pero he aquí que intercalado en dicho discurso se cita este o aquel fragmento del libro sagrado. Entonces esa frase, acaso conocida, escuchada más de una vez, penetra en nuestro "corazón" con la puntería de un dardo, impregnada su punta con un insospechado misterio que nos estremece, que sacude nuestras emociones hasta hacernos verter lágrimas sin motivo aparente. ¿ Será éste en realidad el Verbo de Dios? No sé si a otros les ha ocurrido. La prosa nos deleita, la poesía, emociona; pero, amigos, el verbo evangélico es otro "Verbo".
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