Mishima y el destino.
Leyendo una semblanza biográfica sobre Mishima, uno puede medianamente dilucidar la trayectoria vital de ese hombre infrecuente. Uno de los datos capitales de dicha biografía, se concreta en el hecho de que fue rechazado por las autoridades para formar parte del cuerpo de Kamikazes que inmolarían su vida en servicio a la patria y en obediencia al emperador. No fue aceptado por su débil complexión y su salud enfermiza. Se cuenta de él que descendía de una estirpe de samuráis, cuyas vidas eran regidas por la disciplina del Bushido. Aquel rechazo pesó como una losa moral en el alma del joven poeta. Se cuenta de Mishima su ambigüedad sexual, su naturaleza delicada y narcisista. Si Mishima hubiera seguido indolentemente los impulsos de su carne acaso hubiera abrazado el destino de tantos estetas, degradado en el cultivo insano de la belleza como un redivivo Ashembach. Pero el escritor optó por la apuesta a que lo retaba el destino. Sabía, por herencia, que la meta de todo samurái es morir por su señor. Mishima no quería ser menos que los integrantes de esa casta que veneraba, y que por emulación de los cuales había decidido presentarse voluntario a la brigada de Kamikazes, para librar la batalla del Pacífico. Todos los impulsos de su corazón tendían hacia esa meta: dar su vida por el emperador y por un renovado Japón victorioso, no humillado por los documentos de rendición firmados ante McArtur. Desde entonces tubo por su Biblia el libro del samurái, el Hagakure. Fortaleció su cuerpo endeble con una férrea disciplina gimnástica y de artes marciales, hasta conseguir que éste se equiparara con el de un poderoso atleta y guerrero. Llegó un punto en que Mishima al tiempo que un escritor sin par, arrogaba las virtudes del auténtico samurái. ¿Qué hacer tras conseguidos estos logros? Pues bien, los prorrogó hasta las últimas consecuencias. Tras demostrar a todo Japón que aún quedaba un núcleo de honor que no había sido vulnerado, inmoló su cuerpo alabando a la sagrada majestad imperial. Los forenses que analizaron las heridas de su cadáver en la sala del cuartel del ejército, juzgaron como superlativas las huellas de tal seppuku. ¿En efecto, había fenecido el último samurái, ante la indiferencia de un Japón entregado a las mieles narcóticas de la sociedad del bienestar?
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