Cobra cierta realidad en mi vida uno de los capítulos iniciales de la novela de Hermann Hesse, Demian, titulado los dos mundos. Como Sinclair, también conocí la incertidumbre de esos dos caminos. El de casa estaba determinado por la pulcritud evangélica, la asistencia periódica a los cultos, la lectura frecuente de la Biblia, y la prolongación de los usos cristianos en el hogar, cuyo comedor estaba presidido por un rótulo con la frase "Dios es amor". En la mesa se oraba antes de comer, y a menudo acudían grupos de la iglesia para realizar estudios bíblicos y reuniones de oración. Sobre el cabezal de la cama de mis padres colgaba la desnuda cruz de la Reforma. Era una sencilla cruz negra de madera, que destacaba sobre un modesto mobiliario de los años 60. En la película de De Sica, Ladrón de bicicletas, se reproduce una habitación matrimonial bastante semejante a aquella.
La casa se hallaba en el por entonces suburbio alicantino del Pla, y trescientos metros más allá se abría el despoblado.
Por las enseñanzas recibidas yo sabía que existían dos realidades: la iglesia y el mundo. Mis padres se guardaban de que los frutos recibidos de la primera no se vieran contaminados por las plagas del segundo. Pero las asechanzas de éste estaban demasiado cercanas; bastaba salir a la calle. En ésta campeaba una sociedad regida por una ley diferente; su doctrina era otra; también su moral. Moral que en el mundo a su vez se diferenciaba según el estrato social. No era la misma para un empleado de banco que para un gitano. De estos podían, entonces, mediados de los 60, esperarse las peores perversiones condenadas en la Biblia. La moral de los niños de la calle se regía por la vieja ley del ojo por ojo. Había algunos golfillos verdaderamente de temer, los cuales con el andar del tiempo dieron con sus huesos en algún reformatorio. Aquella era una lucha titánica, entre el cristianismo que
trataba de ahormar nuestros instintos y el mundo que te decía, te espero, ante ti se abre el frenesí de la vida.
Mientras mis padres pudieron controlarme, mi vida se atuvo al evangelio. Pero como tantos otros, el furor y el anhelo juveniles, el amanecer del sexo, el cual se desconoce en toda su dimensión, y la austeridad del cristiano frente a la exuberancia del mundo, propició que al final te vieras lanzado al vértigo del mundo, demonio y carne. Y así de maltrecha quedó al cabo el alma.
Unos de los ejemplos de aquella rebeldía se dio durante el transcurso de mi educación, en la escuela.
En la niñez fui un niño aplicado pero no muy brillante, que trataba de emular las buenas notas de su hermano. Pero ya en la pubertad, el muchacho decoroso se fue torciendo un tanto. Llegó un punto en el que no podía soportar la disciplina escolar. Mi mente estaba en otras cosas. Me sentía incomprendido en un mundo indiferente de mi intimidad. Por aquel entonces, como desatendía mis deberes y alguna de las materias se me hacía muy cuesta arriba, opté por transgredir la norma y fugarme con frecuencia de aquellas clases en las que podía verme comprometido. En vez de tomar el camino del instituto, me dirigía hacia el puerto y la playa, cuando no a ese campo no muy distante del hogar. Acaso se me pueda recriminar por ello, pero recuerdo aquellos momentos frente al mar o respirando el aire puro, tumbado sobre la hierba, como más provechosos al cabo de los años que todas las arduas clases de matemáticas o gramática. En esas escapadas saboreé el gusto de la libertad, la bondad de la naturaleza frente a una sociedad compleja y coercitiva que estaba muy lejos de comprender. Estaba escrito que para encontrarme tenía primero que perderme.
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