Bajaba cada día hasta la dársena y desde el muelle observaba los barcos atracados y el movimiento frecuente de algunos de ellos. Seguir su singladura despertaba su imaginación, transportándolo a lugares reales o fabulosos. Escrutaba con minuciosidad la vida en los muelles, el trasiego en los veleros privados y la labor en los contados mercantes que satisfacían el escaso comercio portuario. Soñaba con navegar, visitar lejanos paises que en su casa recorría con el dedo índice posado sobre el atlas. Hacía ya años que esta costumbre de visitar el puerto se prodigaba. Miraba con embeleso las maniobras de atraque y desatraque, las operación de izar la vela cuando una embarcación se alejaba por la rada, las costumbres domésticas de los habitantes de esas reducidas casas flotantes. Porque el puerto era un hervidero de barcos deportivos y de recreo.
Hubiera querido ser marino, o cuando menos poseer un barco que lo llevara hasta lugares infrecuentes y evocadores. Esa manía la tubo desde joven, pero siempre supo que no podría ser. Incluso algunas noches, bajo la palida luz de la luna, pasaba un buen rato entretenido con los barcos, antes de regresar a casa, sabiendo que no podría corresponder a la llamada del mar. Su familia conocía su manía, pero no intentaban hacerlo desistir de esa costumbre. Es más lo acompañaban incluso al malecón donde contemplaban la vastedad del mar y seguían la travesía de los barcos que se internaban en sus aguas agitadas y profundas. La subida hasta arriba era azarosa pero el no se retraía, y los suyos tenían que seguirlo. Al no haber navegado nunca, tenía de los barcos una opinión romántica. ¡Qué no pocas aventuras y sensaciones maravillosas no se vivirían abordo de ellos! Y sus ojos se llenaban de melancolía, creyendo que jamás surcaría la azulada esperanza de los mares.
Aquella mañana radiante, la brisa era ligera. El sol doraba la superficie marina como una bendición que se derramara a raudales. Todo incitaba al viaje. En los muelles se sentía ese ajetreo, y algunas embarcaciones se preparaban para hacerse a la mar. El los miraba desde su lugar de costumbre, lamentado no poder zarpar en uno de los barcos y compartir su singladura. No tardaron en soltar amarras y maniobrar buscando la salida del puerto. Al ver la vela, que se alejaba, sintió la impotencia de no poder sumarse a la aventura, y en sus ojos brotaron espontáneas las lágrimas, mientras miraba la lejanía del mar y luego hacia abajo, contemplando sus piernas deformes sobre la silla de ruedas.
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