Otoño moribundo
de hojas sepulcrales,
perfil de angustias
que atrapan
los lánguidos espejos,
argucia de las sombras,
hambre elemental
que trae, en el silencio,
la aurora repentina,
hecha lágrimas sobre
la fuente del tiempo,
con los dedos de los ídolos
tanteando en su ceguera.
Cae la noche que trae
el hielo de la muerte
que congela la vida,
precipita sus ocasos,
prolonga su marasmo,
muestra el mapa del deseo
hecho jirones, con
gemidos que se palpan
y dilatan en la noche.
De pronto, fue la luz.
El arco iris detiene
su parábola cromática
en un vago paisaje,
sobre un barco a deriva
en un mar arrebatado;
quizás habrá un mañana,
ese "tal vez" agraz o plácido
que nunca llegue,
pero que anhelamos
en su abecedario desgarrado,
calculando su trecho,
perimetrando su túmulo,
cual renglón que horada
el torrente de palabras,
en la liturgia retenida
de una opaca certidumbre.
Saber sabiéndose morir,
hilando el hilo del momento,
dejando apurar el cáliz
rebosante de dulzor amargo,
impreciso su escrutinio,
sangrante el alma
que se derrama en ciernes,
en tanto el día irradia resplandores.
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