Las edades de Grien, postales de Sevilla, la sexta de Beethoven: entre tales estímulos discurre la tarde. Tarde de domingo sosegada, tediosa como deben de ser dichas tardes. He escuchado a Neruda recitar una vez más las "Alturas de Macchu Pichu", a un divulgador exponer un resumen de "El nacimiento de la tragedia", de Nietzsche. He leido un capítulo de la Atenas de Pericles, de Bowra, una reseña sobre Hegel en una breve historia de la filosofía. Me falta tiempo para leer, para releer, para empaparme de todo ese conocimiento que infunde en el hombre una dimensión extraña, tal vez esa clarividencia que le proporciona temporalmente una razón de ser. Tengo en mi biblioteca una lista inagotable de títulos por leer. Para quien una vez ha saboreado los deleites del espíritu, la lectura se impone como una necesidad. El libro se ha convertido en un amigo, y un amigo siempre es de agradecer en un tiempo en que ya no le quedan al hombre amigos.
El sombrero sobre la silla me convence de que los pasados viajes no han sido baldíos; puede extraerse de ellos una experiencia positiva que equilibre la balanza del existir. Frente a los tragos amargos y los momentos malgastados, siempre queda un remanente que nos concilie con la vida, que nos recuerde que un poso consistente de vivencia llenó las alacenas del tiempo, sirviéndonos de referencia a su pasar, aunque de
éste, de su fatídica esencia no podamos finalmente escapar. El sombrero siempre corona a ese hombre frívolo, aquel que temporalmente escapa de sus obligaciones y se transforma en ese vago ser literario que se reconoce el espejo evocador de un romántico del siglo XIX, quien abordo del cómodo coche de postas recorre los paisajes más inverosímiles.
Sobre los estantes de la biblioteca se distribuyen los más heterogéneos souvenirs, riñendo el espacio con los libros y testigos elocuentes de esos periplos: viejas fotografías, postales, pequeñas efigies de los grandes poetas, globos terrestres, juguetes. En un rincón, una postal de Gustavo Adolfo Bécquer, que reproduce el retrato que le hizo su hermano Valeriano. Creí que concluida mi novela anecdótica sobre el poeta, su recuerdo se alejaría de la inmediata cotidianidad, pero allá donde voy(Madrid, Toledo, Sevilla) siempre me tropiezo con esa memoria envolvente del poeta.
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