Una de las ocupaciones más estimulantes que he ejercitado en esta vida fue la de estudiar piano. El asunto al final se malogró. Yo era un manazas y tenía poco oído, pero no me faltaba aplicación. En los casi tres años que duró mi corta carrera, de mis propias manos conoció el teclado el tope de partituras recomendadas para neófitos. Toqué de Burgmuller a Clementi, de Shumann a Le Carpentier. En la preparación del examen de ingreso al conservatorio noté como se me resistían las sonatinas de Mozart; se me volvía ímprobo ejecutar la partitura con limpieza. En cualquier caso, el examen consistió en resolver un pieza improvisada, con la que demarré escandalosamente. El resultado es que no fui admitido, desmoronándose todo los sueños de acceder al parnaso musical. Los nombres de Wagner, Beethoven y Bach pueden brillar holgados en su zoodiaco particular sin recelo a las intromisiones de Juliá.
Estudiar piano es una gozada, una experiencia inolvidable para cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Nada más reconfortante que dejar invadirse por la música, ir descubriendo su misterio, su deslumbrador paisaje presidido por cordilleras colosales, feraces valles hendidos por briosas corrientes, placenteros prados donde demora el ganado, rumorosas corrientes, bosquecillos, alegres regatos, sinuosos caminos por donde discurre la vida aldeana. Es la música un universo de posibilidades casi inabarcables.
Recuerdo con placer de esos días no el suplicio de mis áridas interpretaciones sino el recreo que me procuraba escuchar a otros alumnos ejecutar esa piezas que ya forman parte de nuestro particular catálogo. En especial recuerdo a una jovencita que durante varias tardes me deleitó con el 2º movimiento de la Patética de Beethoven. He oído la pieza interpretada por pianistas consagrados, pero nunca las he valorado como la
que disfruté aquel día. He aquí el carácter vivo de cada interpretación.
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