Sombra sobre la blanca simetría de las casas;
al fondo de la angostura de la calle, la Giralda.
Tedio donde el sol divide el aire
con su trazo pulcro de membrillo.
Bajo una reja orina un can.
Por la calle a solas nadie pasa;
en los balcones, polícromas macetas
y algún ropón tendido. Un pajarillo.
En un salón lejano, una guitarra
ataca un tiento de seguiriyas gitanas.
Sevilla sestea su estío,
y percíbese en su aire cenceño
un presagio feraz y enternecido.
Rumores de un gotear de aguas
que rezuma una cornisa,
alborotando el remanso vespertino.
Aquella angosta travesía
apenas la penetra la brisa del río;
a sus noches candentes,
que ni el leve céfiro abanica,
siquiera las alivia el temprano rocío.
Por la acera sombreada
acostumbra a aquella hora
transitar una muchacha.
Una sonrisa curva el azahar de su boca;
su lozanía encubre la sencillez de la ropa.
De su brazo en jarras,
cuelga una canasta.
La atiborran manojos de flores cortadas:
jacintos, gardenias, pensamientos y rosas.
Canjea la muchacha una flor por unas perras.
No le duele desprenderse de jacintos,
pensamientos o gardenias...Pero ¡ah! la rosas...
Las rosas son como el amanecer en la vega,
más valiosas que todas las alhajas,
tesoro para el hombre que las espera,
tentación para la codicia del extraño,
pasión de un corazón valeroso de gitano.
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