Si Stanivlavsky ya estableció las leyes de su desarrollo para la ficción teatral, otros, en el mundillo colateral de la letras, consideraron dicha labor esencial para su promoción literaria. No es que aprovecharan tal técnica para configurar el retrato de sus personajes novelescos, pues seguramente los planteamientos del teórico ruso fueran del todo desconocidos en las distintas épocas, pero sí utilizaron patrones bastante análogos para esbozar ese personaje característico que cada escritor lleva dentro.
El escritor ha de crearse, para considerarse de alguna manera válido para sus lectores, una personalidad cuando menos convincente. Resultará más atractiva si ésta se presenta envuelta en un aura de originalidad y portadora de una verdad genuina, de la que su público pueda extraer alguna sustantiva enseñanza. El escritor debe ser dueño de un conocimiento cabal y extraordinario que sirva de guía a esos seguidores desorientados
que se acercan a él para hacer promisión de sus fuentes. Lo que el lector busca en el escritor es la mente lúcida, el gurú que pueda encaminarlos hacia estadios superiores vedados al común de los mortales. De ahí la necesidad del escritor de revestirse con esa coraza de la personalidad consolidada, que no es más que un egotismo exagerado, pues no hay otra profesión donde el ego ocupe una parte más que sustancial de la labor. Cuanto más matices ofrezca una personalidad tanto más posibilidades tendrá de utilizarlos como vistosos señuelos de su virtud escondida, ese secreto que todo lector busca tras la apariencia de cada texto. Por eso, existente o no, esta verdad solapada empeñará al escritor en guarnecerse con ese aditamento histriónico. Pues ya lo dijo quien lo dijo: el mensaje es el medio.
La historia literaria es testigo de estos febriles intentos del escritor por forjarse este rol extraordinario que justifique su obra, y que en muchos de ellos constituye la mitad de su mérito. Personalidades como, por ejemplo, las de Wilde, Bernard Show, Hemingway, prevalecieron aun a su legado literario. En España, contamos con ese caso singular que fue don Ramón Mª del Valle-Inclán, donde el personaje y la obra se hallan tan consustancialmente imbricados, que cuesta dilucidar los lindes entre el uno y la otra. Experiencia que trataron de emular con no menor mérito un Camilo J. Cela o un Francisco Umbral. En cualquier caso, las consecuencias de ese personaje ilusorio no resta nada a la creación, sino que de alguna manera la dinamiza.
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