He vivido en contadas pero memorables ocasiones la experiencia de la embriaguez sin vino. Nietzsche sin dudar la hubiera achacado a la influencia de Dioniso. Permitidme que yo, dude. Recuerdo en particular una ocasión durante el período de la primera juventud, en que mi alma se reconoció de la misma pasta que la de mis semejantes y, que solo la rigidez de las convenciones, impidió que comunicara a cada uno de los viandantes con los que me cruzaba la buena nueva de la hermandad de todos los hombres. Seguramente no hubiera sido comprendido y el que más y el que menos no me hubiera ahorrado el tratamiento de loco. Momentos igualmente exultantes se repitieron al cabo de los años, invadiéndome con la desusada pasión de los fenómenos casi místicos. Sólo su condición pasajera contribuyó a que fueran juzgados con la cautela de aquel cuya supervivencia depende de afirmar sus pasos bajo el dictado del sentido común. Conociendo el paño, tales experiencias las he guardado como regalo inmerecido del espíritu y me he guardado de buscarles un discutible significado transcendente, o como quien dice los tres pies al gato. Son un esporádico regalo que me honra con su bendición en momentos exclusivos y dispares. El último arrobo que recuerdo me poseyó cuando visitaba el ágora de Atenas. Sentía como si participara de aquella vida milenaria que allí había acaecido. Como diría Dragó, percibía el reclamo de extrañas vibraciones; mis oídos no las escuchaban, pero allí resonaban las voces de sus grandes oradores, el rumor de aquella polis irrepetible; y en cualquiera de sus encrucijadas inesperadamente podía uno haberse tropezado con Sócrates, que desandaba el camino del Areópago junto Fedro, Trasímaco, o Glaucón.¡
¿Cuántos habrían hollado aquel laberinto de ruinas ? ¿Cuántos se habrían extasiado como yo ante la contemplación del templo de Hefesto? La eternidad lo sabe. En aquel momento no era yo, era el hermano de todos los hombres.
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