Sobre algunas obras de Joyce
Me ha venido a las manos, por una cantidad menor, un ejemplar del Finnegans wake, de Joyce, de la editorial Lumen. Para mí sigue siendo un libro tabú; ni siquiera he intentado leerlo. Si ya la lectura de algunos capítulos del Ulises requieren un esfuerzo de concentración supremo, la de Finnegan Wake presupone que desde sus primeros párrafos quedaremos tan in albis como antes de emprender la lectura. El calado sapiencial de Borges nos aclaró al propósito que el Ulises es a la vigilia lo que el Finnegans Wake al sueño. Esta dimensión onírica de la novela la vuelve especialmente impenetrable. Si ya resulta ímprobo descifrar las innúmeras citas, intríngulis y asociaciones de ideas con que el autor atiborra el Ulises, seguir los derroteros soñolientos de una erudición inasequible seria tan problemático como abordar los trabajos de Hércules. Hay un Joyce más natural como el que nos retrata las escenas de Dublín. Releo en momentos dispersos el cuento que sirve de colofón a esta aproximación a la vida irlandesa: Los muertos. En él desarrolla un naturalismo digno de encomio, ofreciéndonos unas secuencias que van mucho más allá de las estampas costumbristas, reparando en la singularidad de los personajes hasta hacerlos universales. Es soberbia la postrer escena del hotel, donde Greta refiere a Gabriel su antigua relación con un muchacho que murió de tisis. Después de habernos mostrado todos los aspectos de la vida de Dublín, Joyce nos recuerda esa otra circunstancia que nos es consustancial: La muerte, la cual equilibra el fiel de la balanza de nuestra condición en el mundo. Después de la maestría de Los muertos, a Joyce sólo le cupo ofrecer la genialidad del Ulises.
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