De todas las versiones que existen de Lohengrin tengo predilección por la de Rudolph Kempe. La he escuchado esta tarde entre la admiración y el éxtasis. En ella la música romántica destiló sus más íntimas dulzuras y sus más patéticas exaltaciones. Hay un poema de Cernuda que nos refiere al rey Ludwig II de Baviera escuchando el drama. Cabe imaginar el arrobo real al saborear sus partes más intensas, el fervor de sus desenlaces sublimando el dramatismo de la música. El que tanto Ludwig II y Cernuda tuvieran tendencias homoeróticas parece delatar una cierta afectación musical en el drama. Tales paroxismos debieron envolver la atmósfera de la alcoba del rey en Neuschwanstein. El corazón del rey que, como todo joven romántico, aspiraba a ese desiderátum erótico que se alcanza en el Lohengrin, asistió defraudado a la serenidad conyugal que le ofrecía su prima Sophie. Huyendo de esa realidad desilusionante, se refugió en el universo utópico que garantizaba la música de Wagner. Ésta daba la mesura de sus aspiraciones. Fue típico del XIX encontrar en el arte el paliativo de la vida, pues en aquel se alcanza la ilusión del infinito
Y es que la inspirada partitura de Lohengrin parece hecha para abrazar el colmo del diletantismo, conseguido cuando las voces (las almas) de Lohengrin y Elsa se funden en un abrazo espiritual que ya preludia la mística de Parsifal.
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