Oigo el Imagine de John Lennon.
Es un tanto a favor de la agenda globalista,
un cúmulo de amables deseos e intenciones,
una rosada utopía de la que nadie participa,
a no ser las muchedumbres cegadas en su sinrazón.
Imagina que no haya cielo ni infierno
-considera el poema en sus primeros versos-,
sólo un firmamento físico sobre nuestras cabezas.
Aquí se delimitan las dimensiones de dicho paraíso,
del que participa un nuevo hombre amoral,
nuevo buen salvaje roussoniano
que actúa según condicionantes básicos;
reo en un presente sin identidad,
ajeno a cualquier tradición y cultura.
En conclusión, una criatura dócil y roma
en un mundo colectivo, sin libertad.
Afirma su hijo que Lennon propagaba la paz
y reservaba la ira para el hogar.
Aquellos melenudos
cantaron a un mundo de amor y flores
y presagiaron un tiempo indiferente y sin fragancia.
Imagine fue su Oda a la Alegría,
viejo sueño de hermandad,
genio con el que Schiller inflamó a Beethoven,
y que expiró en las barricadas parisinas,
entre adoquines sangrientos y cargas de fusilería.
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