Llego al Madrid con Covid. El Madrid de Ayuso, que parece haber plantado batalla al virus. En la capital la vida continúa y parece repuesta de la nefasta pesadilla. Sin embargo, compruebo que alguno de mis favoritos han echado el cierre, como el café del Príncipe o el emporio de artesanía toledana que abría sus escaparates frente al paso peatonal del museo del Prado. En la primera planta se asomaban a sus balcones las figuras más castizas de la villa y corte. En verdad, extraño los buenos ratos en el café del Príncipe, atisbando por sus ventanales el rebullir de Madrid. Allí, durante una tarde en el recuerdo, leí por primera vez el Adonais de Shelley que comprara por la mañana en la cuesta de Moyano. En su reducido salón, pese a la proximidad, uno se sentía cómodo y se disfrutaba de una intimidad desenvuelta y enriquecedora. Se podía leer y escribir sin ser molestado e incluso pensar aburridamente en las musarañas.
En mi segundo día de estancia en Madrid, durante la mañana, he visitado, con la ociosidad y la gorra en ristre del turista, el palacio de Liria, el buque insignia de los duques de Alba. Para una covacha no está nada mal. Su pinacoteca es envidiable, Rubens, Ticianos, Velázquez, hasta una crucifixión del Greco. Todo a juego con el resto del mobiliario, atrezo, y piezas de colección. No en vano es el linaje más copetudo de España, anterior incluso a los reyes Católicos. La biblioteca, qué decir de la biblioteca, para sí la ambicionarían príncipes. Rica en joyas documentales, como cartas de puño y letra de Cristóbal Colón; códices miniados, libros de horas, y hasta una primera edición del Quijote, de las contadas que deben subsistir. El escrutinio global de sus volúmenes seguramente abarca las decenas de miles.
Hago un paréntesis en el viaje, visitando Toledo. Al contrario que Madrid, parece estragada por el coronavirus. Para quien la ha visitado con antelación, da pena mirarla. La mitad del comercio ha quebrado y la otra mitad pide socorro. Casi todas sus atracciones histórico turísticas mantienen las puertas cerradas: Santo Tomé y el Entierro..., ambas sinagogas, San Juan de los Reyes; solo he podido
entrar en la catedral, inusualmente carente de visitantes. No me queda otra que vagar por las calles estrechas y empinadas de la vieja ciudad. Apenas me cruzo con gente, por lo que opto por quitarme la mascarilla. Las duras rampas que ascienden desde la judería le dejan a uno sin aliento. Vagando errático, desemboco en la iglesia de los jesuitas, también cerrada. Justo detrás se encuentra San Román.
Sería la plazuela de San Román mi rincón de paz en el mundo. Me acomodo en un banco, sopla el viento, doblan argentinas campanas. La estatua de Garcilaso, desde su pedestal, hunde la mirada en el azul infinito. Al fondo, la vetustez de las casas, en la que hay señales de habitación. Otrora allí viviera por un tiempo la santa de Ávila. En el edificio de al lado, poco antes de mi llegada(puedo asegurarlo porque la atisbé desde la cuesta), asomada al balcón había una figura femenina. Las casas acusan su peso de siglos. Sobre los tejados triangulares de tejas ocres se eleva una piramidal cupulilla que da carácter al viejo rincón. La plaza, también, la jalonan tres cipreses, alargados y espesos, que acompañan la vista hacia el cielo. Un cielo nítido, azul, que surcan palomas y avecillas con diagonales vuelos y donde parece vigilar el silencio de Dios. En San Román me recojo y me siento reunido, el misterio del alma parece que congrega su deshilvanada inconsciencia y la define en un solo plano, como un poliedro que mostrara a una sus caras. Silencio. Ese murmullo, ¿es el viento?, o tal vez las voces opacas de las generaciones que pululan en su atmósfera. No me canso del sosiego de San Román, plaza del cielo. Si pudiera escoger, moriría en esta paz de San Román o escuchando el murmullo continuo del surtidor de una fuente. También es San Román parece manar lo vida, una vida que nos viene del hondo silencio de su olvido.
Otra vez dejo Madrid. Apenas me da para revisitar las casa de Lope de Vega, comprar algunos libros y apurar unos cuantos gintonics, Puede que la estancia nos deje algún sinsabor, pero nada es perfecto desde que se perdió el Paraíso. Por eso no descarto volver. Para hacer inolvidable la marcha, decido celebrarlo tomando una última copa en el café Gijón. Me doy una buena caminata hasta Recoletos, pero cuando llego me turba el desgaño. El viejo salón se halla cerrado, con sillas y mesas patas arriba. El Covid no da tregua.
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