Madrid para muchos es sinónimo de aglomeraciones, trasiegos, babel con prisa, muchedumbres clamorosas, errática desproporción, funcionarios trajeados, juglaría, conversaciones de taxistas, salutaciones de portero de gran hotel, atavíos harapientos, puterío, promisión de los caninos de provincia, espectáculo de "cojuelo", cazerolada, acceso de la melancolía, hormigueo de metro, conciencia, en fin, de la vacua elementalidad existencial.
A mi Madrid, sin embargo, me recibe con una sonrisa, esperanzadora, lúdica. Desembarco en Atocha, cargado de maletas y promesas, dulce de nostalgias; me esperan el Prado, Neptuno, Cibeles, Granvía y la cuesta Moyano. Me harto de libros, me empapo de cuadros, recalo en el Thyssen o el café Gijón, ojeo las gentes en la Plaza Mayor, contemplo como el día agoniza al atardecer desde el Starbuck Coffee mientras las cuadriga del carro de Neptuno chorrea sus parábolas de agua iluminada y pienso que Madrid también puede abrirnos la ventana de la poesía, y que no solo es sinónimo de lo caótico, de lo inconexo y lo aciago, que en sus calles puede darse el romanticismo de una escena distinta del baldío afanarse, existir, morir, a la velocidad de las blancas ambulancias y de los largos y luctuosos vehículos de los tanatorios.
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