El sendero de los días me ha devuelto a Venecia. La he reconocido en la portada de una revista en la que destacaba la logia del palacio ducal. En unos grandes titulares se prometía remontarse a los albores de la fundación de la república. No he podido sustraerme a la vieja tentación y he adquirido un ejemplar. En el sucinto estudio se aborda cuestiones que pueden parecer trilladas para un iniciado en los vericuetos de la república del Leone. En cualquier caso, refrescar nuestra memoria con el sueño de Venecia puede significar una terapia en buen grado recomendable.
Después de haber escrito mis Venecianas, la inspiradora influencia de la ciudad adriática parece haber menguado en cuanto a la necesidad prioritaria de glosarla, de hablar sobre ella, de evocarla de alguna manera para exorcisar su hechizo. Venecia se presentó como un sueño impensado en el transcurso de mis mejores años, como un destino que me esperaba al doblar la esquina de mis vicisitudes. Fue como un amor de madurez. Cristalizó al poco tiempo de tratarla, y como de una amante, quise saberlo todo.
Averigüé, entre muchas cosas, que ya había tenido demasiados pretendientes: celosos aristócratas que la desposaron, excelsos poetas que la cortejaron, retratistas que buscaron los mas recónditos matices de su rostro abigarrado. Amar a Venecia es aceptarla en sus consecuencias como se acepta lo irremediable en una mujer divorciada. Pese a todo el poso del recuerdo de amor perdura, y cuando nos adentramos en la soledad evocadora, y recobramos esos días felices, nos invade el espectro de sus luces, de sus aromas, de su fetideces incluso; en la asimetría de su dédalo saboreamos sus goces, palpamos sus anhelos, la frustración de lo que pudo ser y no fue, su tentativa de sueño imposible.
Reconocemos a Venecia en esa góndola amarrada a una estaca, bailoteando al vaivén del agua; en la fachada impecable del palazzo Ducale rodeado por esa área mágica del bacino; en una sombría estampa de sus tortuosos canales, cuya corriente se abre paso entre fachadas laceradas por el tiempo. Porque en Venecia, insólito organismo venoso, todo fluye, como esa corriente escurridiza de Heráclito, que nos convence de que nada permanece y se insinúa como como la amarga paradoja de la vieja ciudad, que intenta retener el sueño imposible de lo imperecedero. Ante las viejas ruinas de Roma, Delfos, Palmira, ¿no reconocemos que incluso lo mejor tiene que pasar?
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario