Para quien recala en Sevilla no cabe prescindir de la visita necesaria a su plaza de toros. La Real Maestranza de Caballería es uno de los monumentos más singulares y definidores de la ciudad. Su historia recoge la memoria de las tardes más inolvidables del toreo. Su albero fue testigo de renombradas faenas de los grandes nombres de la tauromaquia. En ella forjaron su leyenda Joselito y Belmonte, entusiasmó el Gayo, se encumbró Manolete, y tantas y tantas figuras que improntaron lo mejor de su arte ante el aplauso del entendido público sevillano.
Sorprende de la plaza su discreto tamaño, la mesura de su graderío, que da a entender una asistencia restringida a las corridas. Solo el auténtico aficionado, con verdadero interés por la lidia, acude a los festejos. De ahí, que salir por la puerta grande en Sevilla revista un especial reconocimiento en la carrera de un matador. Sevilla, con perdón de Madrid, es la catedral de toreo. Al menos la armoniosa arquitectura de la plaza así nos lo hace constatar. No conozco las Ventas, pero a buen seguro que no posee la elegante gracia monumental que distingue a la Maestranza. Se entiende que una corrida en ella contemple un color especial, y se reconozca al toreo como arte.
Es el toreo un arte trágico, pues la sombra terrible de la fatalidad acompaña su rito. La muerte convierte en trágica lo que sin ella sería una colorista poética. La riqueza de su plástica, su vocación de danza, nos lo hacen sentir como arte; la sangre de su sacrificio, misterio ritual. Porque el toreo posee un profundo sentido religioso. ¿A quién se otorga ese sacrifio?, eso es bastante discutible. ¿Acaso al héroe que burla a la muerte?
En cualquier caso la devoción católica está presente, patente en la pequeña capilla de la plaza. Pero no olvidemos que tal fe es una elección individual, relativa a la particular idiosincrasia de cada torero. Me atrevería a afirmar que la corrida de toros en sí, de manera global, responde a un planteamiento pagano en gran medida.
Situarse en el centro del albero de la Maestranza y dirigir la mirada a la puerta de toriles es algo que llena de emoción a quien no carece de una imaginación viva. Se puede presentir al toro, comprobar como la congoja se aglutina en nuestra garganta, como en la de un torero ante la hora decisiva. Son segundos de incertidumbre, de pavor y de honor. Le hacen valorar a uno las gestas de esos grandes maestros que triunfaron en la Maestranza: Camino, Manzanares, Paquirri, cómo no, el gran Curro Romero.
Sorprende de la plaza su discreto tamaño, la mesura de su graderío, que da a entender una asistencia restringida a las corridas. Solo el auténtico aficionado, con verdadero interés por la lidia, acude a los festejos. De ahí, que salir por la puerta grande en Sevilla revista un especial reconocimiento en la carrera de un matador. Sevilla, con perdón de Madrid, es la catedral de toreo. Al menos la armoniosa arquitectura de la plaza así nos lo hace constatar. No conozco las Ventas, pero a buen seguro que no posee la elegante gracia monumental que distingue a la Maestranza. Se entiende que una corrida en ella contemple un color especial, y se reconozca al toreo como arte.
Es el toreo un arte trágico, pues la sombra terrible de la fatalidad acompaña su rito. La muerte convierte en trágica lo que sin ella sería una colorista poética. La riqueza de su plástica, su vocación de danza, nos lo hacen sentir como arte; la sangre de su sacrificio, misterio ritual. Porque el toreo posee un profundo sentido religioso. ¿A quién se otorga ese sacrifio?, eso es bastante discutible. ¿Acaso al héroe que burla a la muerte?
En cualquier caso la devoción católica está presente, patente en la pequeña capilla de la plaza. Pero no olvidemos que tal fe es una elección individual, relativa a la particular idiosincrasia de cada torero. Me atrevería a afirmar que la corrida de toros en sí, de manera global, responde a un planteamiento pagano en gran medida.
Situarse en el centro del albero de la Maestranza y dirigir la mirada a la puerta de toriles es algo que llena de emoción a quien no carece de una imaginación viva. Se puede presentir al toro, comprobar como la congoja se aglutina en nuestra garganta, como en la de un torero ante la hora decisiva. Son segundos de incertidumbre, de pavor y de honor. Le hacen valorar a uno las gestas de esos grandes maestros que triunfaron en la Maestranza: Camino, Manzanares, Paquirri, cómo no, el gran Curro Romero.