El reloj de la iglesia daba las cuatro en una tarde luminosa de mayo que presagiaba el verano. El pueblo estaba tranquilo. Los gatos se acurrucaban en la sombra, sobre el alfeizar de la ventana. La puerta de la casa estaba siempre abierta, oculto el interior por una oscura cortina, que dejaba pasar el aire. Con la rachas de brisa, la tela oscilaba o se hinchaba como una vela. Antiguamente, a la puerta se tejían las redes; la mujeres, sentadas en duraderas sillas de enea, ultimaban los aparejos para la pesca. Eso ocurría cuando vivía Asunción, y el pueblo era una cosa distinta de lo que es ahora. Todos los vecinos se conocían, se tratasen o no; porque había sus rencillas. Hoy recorren sus calles extraños visitantes que acuden a Albiar como moscas al confite. Durante el verano casi toda la población es de afuera. Llegan de Madrid, y quién sabe de dónde remoto lugar del extranjero. Juan vive solo en aquella casa, menos en aquellos días en que acude la sobrina a adecentar un poco los suelos y a hacer la colada. Juan es viejo, tan viejo que su cara esta llena de manchas, y su tez morena de curtido pescador la recorren venas que parecen que fueran a estallar.
Su vida ya no es vida. Durante el día, no se mueve de la silla, que en tiempos de calor sacan a la puerta de la casa. Y allí sus ojos se llenan de nostalgias y buscan ese mar azul al que entregó lo mejor de su vida. Entonces el mar era la vida, lo daba y quitaba todo, pues no dejó de llevarse a algunos a su profunda mortaja. Juan sólo conocía este mar, el Mediterráneo , cuya costa había faenado buscando la fecundidad de sus bahías, la gamba roja, el jurel, el revuelto que hacia la delicia de los calderos. El mar de Albiar, siempre radiante, sin comparación en la hermosura de sus azules, tantas veces benigno. Juan, recorrido por las largas horas de tedio, descansando la manos sobre la curva de su gallato, soñaba en el mar, ese mar donde se alegró y dolió, por cuya orilla paseaba con Asunción las radiantes mañanas de domingo, después de la misa.
Pero Asunción ya no está, y Albiar ya nos es Albiar. Entonces la vida era otra, más elemental pero más plena. Cuando llegaron los veraneantes se perdió el pulso de la cosas, la vida se malgastaba en trivialidades que no se sabía si conducían a algún fin. Hoy el puerto es un bosque de mástiles de embarcaciones de recreo. La mar ha dejado de ser una necesidad, para convertirse en un entretenimiento. Asunción no llegó a verlo, pues no sobrevivió a la tuberculosis de entonces. Dejó solo a Juan para afrontar el cambalache que iba a sobrevenir al pueblo. Lo único que queda intacto, es el pequeño cementerio, sobre la colina. Por una obscura resolución decidieron no demoler sus viejas tapias y habilitar uno más moderno, adyacente. En el nuevo abundan los nichos y los marmóreos mausoleos de gentes adineradas. En el antiguo han preservado las tumbas tal cual eran, con sus lápidas de granito agrietadas, en las que aún se puede adivinar las huellas recientes de algunas flores. Juan, esporádicamente, cuando se lo permitía la salud, ascendía el sinuoso camino hasta el cementerio. Allí pasaba un par de horas junto a la tumba de Asunción, pues se le antojaba que tenían más cosas de que hablar después de muerta que mientras estuvo viva. Hablaban de muchas cosas, de los tiempos antiguos, de cuando niños se conocieron en la guerra, de su noviazgo y de sus bodas, de los hijos que pudieron haber tenido y no tuvieron, de las gentes de Albiar, de lo mucho que ha cambiado el pueblo, hasta el punto de que si Asunción pudiera verlo no lo reconocería.
Desde la cima del cementerio, en su última ascensión a aquel lugar en el automóvil de su sobrina, Juan observa el mar, reverberando cegador bajo el azul diáfano de la primavera. En el cementerio, las flores lucen todo su esplendor; pero Juan ya recela de esa vitalidad restringida por el tiempo. Todo se marchita, como se le marchitó Asunción entre los brazos; aunque el mar en sus azules parece el mismo de siempre y la leve brisa difunde como una fragancia semeja al dulce perfume de Asunción. Juan suspira y piensa: "Mar de Albiar, ¿por qué inundas con tu luminosidad mis ojos y no puedes iluminar siquiera esa oscuridad permanente de Asunción? Pronto todo también será para mí oscuridad, pero acaso desde esta colina, con los ojos del ánima, podré eternamente contemplarte. Esa sería mi dicha".