Recientemente, comentaba con una joven escritora acerca de las mujeres que escriben. Quizá a muchas, por su condición femenina, ha marginado la historia. Pero esta omisión no ha podido acallar a aquellas otras que, por su calidad literaria análoga a la de cualquier hombre, se han aupado hasta un lugar preferente en el parnaso literario. Sus nombres están en la mente de todos. Espacio singular ocupan las escritoras de habla inglesa, que desde el siglo diecinueve ha venido dando nombres de primer orden. Nada sería la novela romántica sin las hermanas Brontë y Jane Austin,que va ganando adeptos por momentos. El quid de la cuestión tal vez radique en el por qué George Eliot tuvo que adoptar un nombre masculino parra abrirse camino en la carrera de las letras. Seguramente se minimizaban los logros femeninos en una sociedad dominada por el varón. En Francia se dio la misma paradoja con George Sand y en España se valió de idéntica argucia Fernán Caballero. Sin duda, tal solución respondía a una exigencia de los tiempos, en los cuales la mujer ejercía un papel subordinado en la sociedad y su integración al mundo laboral y cultural era más que deficiente. Seguramente el nivel de analfabetismo femenino en las épocas precedentes debía de ser bastante notorio y su ámbito debía restringirse al claustral gineceo. Hubo que esperar hasta el siglo veinte para que una mujer alcanzara literariamente una preeminencia igual a la de cualquier varón, justificada por una obra que en muchos aspectos superó a la de sus colegas masculinos. Esta fue Virginia Wolf. Quien se ha acercado a sus escritos no deja de reconocer su magisterio y excelencia intelectual. Pocos retratos juveniles como el suyo transmiten más exquisita sensibilidad y acendrada inteligencia. Confieso que casi he escrito esta reseña para mostrar su retrato
¡Sensitive Woman!
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