El domingo es un día resignado. No en vano el Demiurgo creo el mundo en seis días y el séptimo, descansó. Diríase que la ciudad, en la catarsis del sábado noche, ha conocido sus límites y se repliega ante las exigencias existenciales, consciente de la caducidad de lo humano. Domingo de resaca, donde el cuerpo abotargado del ciudadano asimila las sobredosis de etílico, en el mejor de los casos.
Las tardes de domingo no se tropieza a casi nadie por las calles, sobre todo en un otoño con amenazas ya de invierno. Los comercios permanecen cerrados, salvo contadas áreas de ocio donde tampoco se encuentra a casi nadie. Ustedes dirán que los domingos son para disfrutarlos en la tranquilidad acondicionada del hogar o en la oscuridad de las salas de cine, evadiendo la imaginación del hostil día a día, que amenaza con la desolación apocalíptica que anuncian cintas como Blade Runner. Porque los domingos se siente uno "replicante", victima de una vida programada cuyas claves se hayan confinadas en algún reducto secreto, bajo un código imposible de descifrar. Como autómatas aceptamos las conveniencias que impone el reglamento social, del que hemos sido imbuidos mediante una educación que se supone encaminada a servir al bien común. Tan ardua tarea parece quedar hoy en manos de los políticos, empeñados en diseñar cuál es el modelo más aceptable de ciudadano. Teóricamente tales presupuestos se antojan válidos, pero cuál es el meollo del por qué la mayoría de ciudadanos se aparte del retrato robot del súbdito ejemplar. Algo falla en el engranaje cuando el común de los mortales se aparta de unas directrices cuyos fundamentos hoy por hoy evidencian una crisis radical. La cuestión es que los viejos valores se han desdibujado, los pilares en donde se asentaba la conducta social hoy son denostados y se presentan
nuevas normas de conducta para nuestra vida. Lo políticamente correcto, que hoy día se concreta en asimilar y aceptar las diferencias de las minorías, cuando no de una masa indiferenciada que trata de imponer su rebeldía, ha tomado carta de naturaleza en el tejido social. Celebraba el rey David en uno de sus salmos la jerarquía de Jehova, que sujetaba a su pueblo debajo de él. La tarea del rey se limitaba a acatar y cumplir el mandamiento divino. En la consagración a Dios se cumplía ese orden perfecto, y por la obediencia se grajeaba la bendición que daba prosperidad sin limites. Hoy el estado ha asumido la función de Dios, y es obvio que de la imperfección humana deviene la imperfección social. ¿Quién nos guiará en el laberinto de este irreductible caos? ¿Se levantará otro Teseo que aniquile al Minotauro del que somos pasto generación tras generación? Acaso ya se haya levantado, pero no creo que sea Varufakis. Porque si no se diera el caso, nuestra extinción pudiera ser "global".
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