He concluido, en una lectura bastante desigual, el libro Poesía y poetas ingleses, de Matthew Arnold. En el se da un repaso a la poesía romántica británica, de Wordsworth a Shelley. Francamente, Wordsworth no ha despertado en mí la curiosidad que sin embargo ha suscitado Shelley. Este siempre pasó por el camarada gris de los dos grandes figuras románticas: Byron y Keats. Con el primero convivió en Suiza e Italia, junto a sus respectivas amantes, hasta que el autor de la Ode to the West Wind, sucumbió fatalmente a un embravecido Mediterráneo y Byron se encargó de encender su pira funeraria. Con Keats convivió en Roma, en esa pensión de la plaza de España, hasta que la tisis acalló acaso a la voz más lírica del romanticismo. Desde que estuve en su casa museo de Roma, donde adquirí un ejemplar del poema de Shelley mencionado anteriormente, he ido alcanzando en situaciones dispersas una mayor profundización en la obra y vida del poeta.
En la cuesta de Moyano, en Madrid, me hice con un ejemplar del Adonais, uno de los poemas con más solera en el mundo lírico, desmesurada evocación devocional y elegíaca dedicada a la persona y obra de John Keats. Ningún otro gran poeta obró con semejante generosidad, ni expresó más lúcidamente el misterio poético que encerraba el poeta de Endymion. Más tarde, en una antología de la poesía romántica inglesa, descubrí su poema Mont Blanc, en una excelentísima traducción de Leopoldo Panero, que leía con avidez cada noche antes de dormirme, en el silencio de la madrugada, en tanto ensoñaba las solitarias cumbres nevadas de los Alpes.
La sombra de Byron se esparcía majestuosa, como el gran épico del diecinueve; en Keats, perduraba el intimismo panteísta que infería a su poesía la más candorosa resonancia. Pero en Shelley hablaba la voz serena del hombre, del hombre desbordado por una naturaleza con la que busca la comunión, del hombre angustiado por su condición de criatura, que revolviéndose contra los dioses percibe la trayectoria de su verdadera dimensión, cuando en su Prometeo liberado absuelve al valedor de los hombres de su eterno suplicio y redime de su fatalidad al mito.
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