En el escaparate de la librería se exponían perfectamente ordenadas obras de la generación perdida y el París de los años veinte. El librero utilizaba ese escaparate para exhibir en él algún tema monográfico, con el afán de propagar la calidad de sus existencias editoriales, en buen grado interesantes y selectivas. Pedro Alarcos se detuvo ante el cristal de esa librería tantas veces frecuentada y en la que mantenía cierta relación de complicidad con el dueño. Los fines de semana, solía permitirse el placer de adquirir algún libro, para no desengancharse de una actividad intelectual sana. Pedro Alarcos trabajaba en un concesionario de automóviles, pero secretamente acariciaba la posibilidad de ser escritor. Había hecho sus primeros pinitos, y guardaba el borrador de una novela en el cajón de su escritorio, que cuando contara con una oferta aceptable pensaba publicar.
Pedro abrió por fin la puerta acristalada de la librería y saludó al librero, interrogándolo seguidamente acerca de una obra de Garcia Márquez que andaba buscando. El librero comprobó sus existencias en el ordenador y le comunicó que no la tenía. Pedro se sintió contrariado, pero por familiaridad comunicó a su interlocutor que echaría un vistazo por la librería, por si encontraba cualquier otro volumen que fuera de su agrado. El comerciante le sonrió, entre complacido y cauto. Pedro fue paseándose a lo largo de las estanterías, observando la gran masa de obras sin interés y aquellas otras rarezas que estimulaban su codicia pero cuyo elevado precio recomendaba la abstinencia. Por fin, encontró un título con el que salir del paso, una vieja novela poco conocida de Steinbeck, El omnibus perdido, y aún precio más que razonable. Con ella en la mano, se dirigió hasta el mostrador. Allí contrastó el precio con el librero, quien sin apenas regateo lo fijó en cinco euros. Pedro los pagó y guardo el libro en la bolsa que le tendía el comerciante. Antes de marchar, comentó algo sobre la exposición del escaparate, intrigado por si se cumplía alguna conmemoración relacionada con ese París de los veinte, ya mítico. Al parecer el comerciante quería rendir tributo a esa generación perdida, a la par que a aquellas mujeres eminentes sobre las que giró ese mundillo artístico de norteamericanos que engrandecieron la capital de Francia. En el escaparate se mostraban obras de Gertud Stein, Alice Toklas y Djuna Barnes, todas lesbianas según comentó con el librero, además de las de todos aquellos escritores que configuraron un tiempo y una latitud irrepetible, Hemingway, Fitzgerald, Joyce, Miller, Wilder, Eliot, constituyendo una convergencia de talentos difícil de repetirse.
Pedro Alarcos se alejó de la librería con el libro bajo el brazo y se internó en la noche de la ciudad. Las farolas irradiaban una luz depresiva que hacia relucir el asfalto. Entró en un bar y tomó una tapa con una cerveza. Aquello era el aperitivo de la cena que le aguardaba. Como casi cada sábado iría al restaurante Nabucco, una suerte de tratoria italiana cuya pizza solía ser bastante suculenta. Cenó allí como siempre, pero por una vez pidió entrecot. La paga del mes todavía reciente permitía ciertas liberalidades. Pedro Alarcos no sabía que hacer con la noche como no sabía que hacer con su vida. Como se encontraba solo, se refugiaba en la bebida, e itineraba de bar en bar expectante de que al cabo de la noche surgiera la posibilidad de asegurar algunos lazos cordiales. Cierta noche extraordinaria había compartido las copas con alguna mujer, y el resultado había sido la consumación carnal en el catre. Pedro temía esas noches, pues cuando éstas no ofrecían ningún buen rollo solían terminar en ebriedad y en el lecho desesperado de alguna prostituta. Aquella noche fue una de esas, la recogió a las puertas de una discoteca; convinieron el precio y que Pedro la llevaría en el coche hasta su casa, donde retozarían durante una hora. Pedro enfiló la carretera de la costa con el placer a bordo, fumando tentador en el asiento contiguo. Al fin llegaron a San Juan, a uno de esos rascacielos de apartamentos. La buscona anunció que se adelantaba al apartamento porque tenía que arreglarlo antes, y resolver cierto inconveniente con la amiga con quien compartía el piso, quedando en que Pedro, al cabo de diez minutos, llamaría al timbre y ella le abriría al momento. Le facilitó el número de piso y puerta, y la torre apropiada de ascensor, pues había dos. Todo podría ser natural y correcto, si no se tuviera en cuenta que Pedro en su ebriedad, cegado por un celo animal, porque la ninfa era bastante apetitosa, ante la insistencia de la mujer, había pagado por adelantado. Cuando la furcia desapareció en el portal del apartamento, ya no la volvió a ver. Cuando se convenció de su error, pugnando entre su animalidad y su decoro, pulsó los timbres de la vivienda en cuestión desesperadamente, sin obtener ninguna respuesta. Hubiera llamado a todos los pisos, pero la prudencia le hizo desistir. Se sentía engañado, vejado, denigrado; pero lo que más le dolía era su rijosidad frustrada. Y no solo había perdido su dinero sino que también había desaparecido la novela de Steimbeck, sin saber con exactitud dónde la había extraviado. Sintió a su alrededor la noche más negra mientras los faros de su coche iluminaban la linea continua del asfalto, en su regreso a la ciudad, roto y abochornado, cada vez más solo. Durante todo el domingo no pudo levantarse de la cama. Habría un mañana, pero éste no sería sino un incómodo devenir.
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