Ha aparecido en la editorial Seix-Barral una nueva edición aumentada de Confieso que he vivido, de Pablo Neruda. Es cierto que todos debemos confesar "algo", a menudo bastante menos grato. Una vez escuché a Bryce Echenique "confesar haber bebido". En mi caso, prefiero mantener el secreto de confesión.
Leí por primera vez estas "memorias" de Neruda hace ya muchos años, cuando todavía me formaba literariamente. Reconozco que pese a las discrepancias idelógicas su aventura humana me conmovió. Simpatizamos con el primer Neruda, con el romantico y existencial, con ese que fue labrando verso a verso el fundamento de su "verdad". Me lo figuro, todo juvenil afectación, sobre una mesa desnuda, con la ventana de la alcoba humilde abierta a la tarde, garabateando los versos que después compondrían su primer libro, "Crepusculario". Me hice con un ejemplar del poemario en la feria de ocasión de Madrid. En él uno encuentra al poeta incipiente precursor de Los viente poemas de amor y una canción desesperada, extraviado en la melancolía retórica de los crepúsculos. Se ve esa Chile sureña, lluviosa y mineral, vertebrada por la cordillera de los Andes. Todavía no era Neruda, sino el joven Neftalí Ricardo Reyes. Su infancia y adolescencia hubieran sido perfectas sin las objeciones de la vida. Pero entonces no hubiera nacido el poeta; porque el poeta necesita de esos crepúsculos de sangre, del dolor que siempre acompaña a la experiencia humana del amor, de la evanescencia del tiempo que nos roba día a día lo absoluto. Simpatizamos, pues, con ese joven delgado, taciturno, melancólico que escribía versos tratando de desgranar la incierta intimidad de su alma, la dolencia placentera que se oculta tras el anhelo. Aquel joven estaba ávido por derramarse, de henchirse de vida; plenitud que tal vez abarcó en la desmesura del paisaje americano, en la fecundidad del seno de cada mujer que amó, en la entraña que destripó en lo más puro de la poesía y en la aventura de ese itinerario biográfico que confiesa haber vivido.
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