He adquirido por 0´50 euros la novela El conformista, de Alberto Moravia. No sé con precisión el lugar que ocupa esta obra en el índice del escritor italiano. Poco sé de Moravia, salvo su actualidad decisiva durante las décadas de los 60 y 70. Me consta que pertenecía y simpatizaba con el partido comunista italiano, posicionamiento que en aquellos años era intelectualmente aclamado. No era él solo quien mostraba tal compromiso en la Italia de entonces, otros escritores como Sciascia o Calvino, o cineastas como Pasolini y Visconti también estuvieron relacionados con el poderoso PCI, quizá el partido comunista más influyente en Europa occidental. Reconozco no haber leído a Moravia, aunque miento, porque en alguna ocasión me acerqué a alguno de sus cuentos, aunque su memoria no haya sido perdurable. Fue autor de alguna novela celebrada, como La Romana, llevada al cine por Luigi Zampa, y protagonizada por Gina Lolobrigida, y la propia El conformista, por Bertolucci, que confieso no haber visto, o tal vez sí. en la vieja filmoteca nacional madrileña, hará la friolera de cuarenta años, cuando éramos adictos a la interpretaciones de Trintignant. Quizá no leí a Moravia porque no acababa de agradarme su comprometida militancia y porque cultivaba un estilo literario que inscribo en el realismo social, genero cuya austeridad nunca contó con mi predilección.
Sin embargo, la cuestión estriba en que durante mi juventud viví un ambiente influenciado por la izquierda, tendencia política con la que posiblemente simpatizara por su compromiso con los pobres y oprimidos de la tierra. Y como yo era pobre, emergiendo de una sociedad sometida por principios antagónicos, hubiera resultado de mal gusto desmarcarme a contracorriente de lo que se consideraba políticamente correcto. Alguna vez oí, que se tendría que ser alguien irracional en absoluto y carente de entrañas para ser de derechas. Y lo cierto es que en un mundo lleno de carencias se requerían políticas sociales. Tanto la España como la Italia de posguerras, precarias en todos los sentidos, como bien reflejó el neorrealismo, urgían de claras políticas de desarrollo y justicia social. El imperativo de una justa distribución de la riqueza anidaba en el ánimo de la mayoría y se buscaba cualquier tipo de argumento que reforzara tales convicciones. De ahí, que un escritor como Moravia encontrase un público ávido de sus planteamientos, para los cuales la novela del Conformista juega un papel dilucidador.
Recuerdo que la mayor ofensa que se profería contra quien se mostraba remiso en su beligerancia política era la de conceptuarlo como "conformista". Tal calificativo confieso que llegaba a amedrentarme y a pesar sobre mi ánimo como un pecado punido por una una dura penitencia en el confesionario. Ser conformista equivalía a traidor de todos los principios nobles que propugnaban las fuerzas progresistas, de tal manera que se llegaba a reaccionar ante tal apelativo con no poco furor patológico. Ser conformista equivalía a una excomunión proletaria en toda regla, a integrarse entre los colaboradores del sistema, a la consideración de traidor a la causa de los oprimidos, cuyas latentes amenazas escatológicas imbuidas de sermón del monte condenaban nuestra conciencia. Y a las consecuencias había que atenerse: a la animadversión del militante hacia el disidente, a la despreciable soledad del esquirol. No me desencaminaría si constatase que, en mi caso, semejante denuesto alcanzó un cierto grado de matiz neurótico, de modo que mi conciencia no podía aliviarse del lastre de ser un conformista. Porque tales deben ser las mellas del adoctrinamiento fanatizado sobre un espíritu joven. Espero que con la lectura distanciada, y ajena de prejuicios, de la novela se conjuren todos sus demonios. Porque acaso ser un conformista era lo más venial dentro de una ideología cuyos daños colaterales aún se siguen evaluando.
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