El bocadillo de anchoas
El bocadillo de anchoas que algunos días tomaba como almuerzo tenía para él un especial sabor. Aquel bocadillo no solo representaba la necesidad rutinaria de alimentarse. Había comido muchos a lo largo de su vida y ello no habría supuesto ninguna distinción en el ejercicio del comer, si a tal hecho voluntario no lo acompañase una significación de carácter bien distinto. Porque permanecía vivo en su memoria aquel bocadillo de anchoas que había tenido que ingerir haciendo de tripas corazón, compaginando el apetitoso bocado con el remordimiento. Recordaba aquella mañana en la cantina del cuartel como la más aciaga que viviera, pues la noche anterior había tenido que afrontar una de las más grandes ofensas a su integridad moral. Había tenido que enfrentarse a su pusilanimidad, a su cobardía, al hecho vergonzoso de ver derrumbada su integridad moral. Había dejado de ser él mismo, para convertirse en un paria que devoraba un bocadillo de anchoas, sin mayores convicciones. Se podía vivir sin honor replegándose a lo elemental. Ser una criatura que come y bebe, duerme, defeca, difuminado en un indiferenciado no yo. Muchos eran los bocadillos de anchoas que había digerido desde entonces, no pocas las mañanas revividas con la misma sensación de humillante zozobra. Y es que lo propio particular tiene que sucumbir a lo ajeno colectivo, conformándose al sacrificio ritual del anodino almuerzo de pan con anchoas.
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