Desde la balda superior de la pequeña estantería contemplo lo que me es dado contemplar como nuevo invitado al caprichoso ámbito que constituye todo despacho personal. Mis ojos se abren a la luz blanca del neón del techo como a la luminosidad del mediodía en el Nilo. Es como un reciente retornar a las claridades del día desde las oscuras edades de la historia, o, permíteme la lúgubre apreciación, desde las sombrías recámaras donde sólo habita la muerte. Pero la muerte es algo que para quienes participamos de cierta esencia divina no supone ningún hándicap y sí una ventaja para involucrarnos a placer en la complicidad de la vicisitud histórica. Nos basta con que la anécdota sea jugosa para intervenir desde nuestro limbo eternal en los efímeros contratiempos de los mortales.
Tu habitación es como la de un atareado escriba, como la de quien pasa la vida descifrando los signos menudos de los ingentes e ingentes rollos de papiro; en tu caso, libros. El privilegio de la inmortalidad, me ha permitido conocer este novedoso utensilio de los hombres. Sé que desde que conocieron su origen, el mundo ha avanzado mucho. En lo que me toca, siempre me aburrió un poco el tedioso trajín del escriba de leer y releer textos de los que según ellos se obtiene un fruto extraordinario. Mi esposo se sumaba a dicha tarea y pasaba el día cotejando con los visires las largas epístolas de los embajadores. Yo, no pudiendo habituarme a tan farragoso quehacer, con la cabeza embotada por el aire viciado de la estancia, salía con mis hijas a solazarme en el jardín. Pues reyes y consejeros querrán disponer lo que se quiera, pero al final siempre prevalecerá la voluntad de Atón.
El aroma que hasta mi llega ahora, entremezclado con ese otro rancio de papel, no me recuerda a ninguno de los que aromaban los jardines de palacio, ese vergel florido entre la aridez que rodeaba Tell Amarna, o a alguna de las fragancias que perfumaban nuestros retiros junto a las aguas bienhechoras del río. Allí pasábamos jornadas deliciosas, gozándonos en familia por las bendiciones del dios. Tal asueto no tendría comparación, si no hubiera sido interrumpido tan a menudo por la intromisión de algún lacayo portando cierto pertinente pliego que urgía examinar. Hubiera deseado deberes de estado memos premiosos, respetuosos de nuestra concordia familiar. Porque cuando no eran demandas del gran sacerdote de Amón, que resistía a reconocerse como prelado de una religión proscrita, eran las alarmas del general Horenheb anunciando el riesgo de no poder preservar las fronteras caldeas. Mi marido requería mi consejo sobre tales asuntos cuando la voz de Atón le llegaba débilmente y tenía que recurrir a la opinión de alguien de la mayor confianza, pues prefería mi consejo al del gran visir o el de cualquier otro cargo de la corte. Sin embargo, yo, débil mujer, en poco podía contribuir a las cuestiones de estado, puesto que ya suponía tarea abrumadora e ingrata atender a las necesidades de palacio, cuidar del gineceo y mediar en las habituales rencillas familiares, tan peligrosas para la estabilidad del reino como la pérdida de un escuadrón armado en la frontera de Megido.
En este momento escucho las dulces melodías de una música cautivadora alrededor de mí. En palacio también amenizaba un pequeño conjunto de tañedoras, emitiendo lánguidos aires de añoranza o alegres tonadas festivas. Entonces se conocían ya los sones arpegiados del arpa, el timbre brillante del salterio y el dulce sonido de la flauta de caña. De Nubia nos llegaba el tantán de pequeños timbales, hechos de cuerpo de calabaza o caparazón de tortuga. Sus sones refrescaban los tórridos atardeceres de Egipto. Verdaderamente, no faltaban las distracciones en palacio, como veo que para ti también abundan. Vives rodeado de extrañas máquinas que te ayudan en la tarea y en la diversión. ¡ Son tus tiempos tan diferentes a los míos! Pero no dejaré que la nostalgia empañe el regocijo que el destino me ha permitido de volver a ver la luz en tu casa, de retomar el hilo de la palabra una vez más.
Veo que tu cuarto lo embellecen unas pocas imágenes bastante sugestivas, aunque el desorden que en él se aprecia ensombrezca un tanto su esplendor. Sobre las estanterías atiborradas de libros abundan cajas de distintos tamaños, y otros artilugios cuya utilidad desconozco. Creo que tal desorden es exterior, pero que tu interior está ordenado, y que en tu mente conviven los más heterogéneos conocimientos sin estorbarse. En otros estantes, descubro otras figurillas de pensadores, poetas o músicos parecidas a la mía, y, justo a mi lado, el busto de una diosa, tocada por un estrambótico peinado. Creo que su procedencia es vernácula. El mundo está lleno de dioses, aunque todos sabemos que solo en uno se encuentra "ma´at". También mi palacio se adornaba con toda clase de pinturas y objetos artísticos y piadosos. Aunque en Egipto se pintaba directamente sobre el muro, no escaseaban los bajorrelieves y se esculpía sin cesar. Nuestros monumentos estaban plagados de las tallas de nuestros dioses y faraones. Por el tamaño se puede adivinar la megalomanía de algunos de ellos y la magnitud del estado que gobernaban. Aunque debió ser Keops el más prepotente, pues el pináculo de su pirámide parece acariciar las estrellas. Su majestad milenaria ha arraigado en nuestra nación y ello la vuelve casi inamovible, en sus dioses, sus costumbres y sus prejuicios, que suponen una losa de granito para todos aquellos que pretendemos removerla y crear algo nuevo. Justo frente a mí destaca una estatuilla de mayor tamaño del Dios hecho hombre, desde cuya cruz cambió el curso de las centurias. La auténtica verdad del cosmos sólo la conoceremos al final de los siglos, mientras tanto tan cierto será Osiris como Jesucristo. Pero hay en el pensamiento de Jesús revelaciones válidas desde el inicio de los tiempos, como propias de Atón.
Te sorprendo al fin sentado en tu escritorio -era tal vis a vis inevitable-, hurgando en tu magín y redactando un exhaustivo pliego, en el que revelas sobre mí cuestiones que acaso no quisiera propagar. Pero puesto que me has encontrado, te concederé la venia de narrarlos. Veo que has aguzado el oído hacia mis pensamientos y mi voz se ha escuchado diáfana y bastante veraz. Yo creo que tu sabias que este encuentro se produciría desde que me rescataste por unas monedas de entre los cachivaches del chamarilero. Pero excúsame, se benevolente, pues, entretenidos en nuestro diálogo, llegada es la hora del silencio, ha pasado el tiempo y ya ha caído la noche y es hora de retirarse, tu a la rutina de tu descanso diario, yo, momentáneamente, al sueño milenario del sepulcro.
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