Nos vemos envueltos en el capullo de nuestra rutina, como esa larva aletargada que aguarda el trance de su metamorfosis. El temor a esa crisálida nos paraliza; nos atenaza el miedo a la libertad. Replegados en nuestras costumbres, releemos los mismos libros, frecuentamos el mismo paisaje; nuestra vida sometida a la disciplina laboral es una sucesión de días monocromos. El cuerpo se acostumbra a esa inercia; nuestro espíritu se abotarga; recordamos los días felices pero nos doblegamos al dictado de la indiferencia.
Conforme maduramos, lo nuevo nos espanta; nos cuesta tomar resoluciones concluyentes. Nos dejaremos llevar por las recomendaciones con las que tratan de encauzar nuestra vida. Los cierto es que el tedio nos persigue: al doblar la esquina de cualquier vivencia apasionada, tras la satisfacción de cualquier deseo, en el postcoito, después de concluir una novela... Nos invade luego cierta languidez, la apatía del desear, vivir se torna entonces una experiencia sin sazón. ¿Dónde encontrar de una vez ese ingrediente que de significado a las cosas, la nueva savia que nos revitalice? Como dice el evangelio: ¡Espera en Dios, y el hará...!
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