Parece ser que la ruinas de Esparta resultan decepcionantes para el viajero. Ello responde a distintos factores. El primero de ellos seguramente se relaciona con la propia idiosincrasia de los espartanos, que eran un pueblo que quizá pusieron su énfasis en ciertos valores cívicos reñidos con el nivel cultural y artístico de la ciudad. Mientras Atenas generó una cultura vigorosa que dio frutos inigualados y perdurables, Esparta se replegó en una estricta tradición abocada a la supervivencia de una clase privilegiada cuya virtud se restringía a valores de índole guerrera. Produjo los más célebres héroes, Leónidas, Pausanias, Brasidas, Lisandro, pero en los demás órdenes su aporte a la civilización es apenas destacable. Razones que nos llevan a reflexionar detenidamente sobre el asunto. Mientras Atenas se coronó de la gloria más diversa, desarrollando un genio que abarcó desde el terreno político al artístico, sin olvidar el moral así como el científico y el del pensamiento, Esparta se encastilló en su tradición atávica, donde una tabla de valores rigurosa, encaminada al éxito militar, y una religiosidad determinista y hasta supersticiosa pusieron coto a cualquier expansión cultural y social.
No en vano, visitar Esparta, cuyas ruinas no destacan de cualquier otra yacimiento mediocre y muy inferior en prestigio histórico, merece la pena. Conocer ese valle del Eurotas, circundado por la cordillera de Taigeto, a menudo coronada de nieve proporcionando a la zona un microclima especial, y donde aquel pueblo único alcanzó ese rango de virtud y pundonor raramente repetido en la historia de los pueblos, viene a significar una experiencia incomparable, un descenso a esa memoria donde se cimentó ese sueño que luego sería Europa, en cuya mitología aún persiste el lacónico ideal de esa polis misántropa y victoriosa. Si alguna vez regreso a Grecia, no dejaré de visitar esas ruinas cuyo orgullo no se basaba en beneficios de orden material sino en el logro óptimo de la virtud en el hombre.
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