Según se entra al cementerio de Alicante y se llega a la rotonda, a mano izquierda se encuentra la tumba de Miguel Hernández. El epitafio aclara: Miguel Hernández. Poeta. Sobre la blanca lápida se advierten flores esparcidas, y a un lado un buzón que nos remite con el poeta en el otro mundo. Ignoro qué requerirán estas inflamadas cartas cuya intromisión seguramente inquiete la paz del difunto. Hernández fue un gran cantor de la vida y de la muerte:"Como el toro he nacido para el luto y el dolor" o "Temprano levantó la muerte el vuelo", son algunas de las referencias a la Parca que me vienen a las mientes. Hernández supo de la muerte muy joven; su obra hubiera cobrado otra dimensión de haberla sobrevivido. Junto al inmolado García Lorca constituye la merma más evidente de que adolece la literatura hispana del siglo XX. A pesar de ello, su hondura lírica alcanzó alturas inabordables para la posterior métrica hispana. Recordaba Luis Rosales que con Federico habían arrancado a España su mejor talento; podemos afirmar que con Hernández nos han privado del más noble corazón.
Soy Alicantino, aunque no soy un gran lector de Hernández; últimamente coarta su lectura todo el envoltorio institucional en que viene guarnecido. Hoy su tumba permanecía quieta y a solas, bañada por el sol veraniego que mitigaba un airecillo. No tenía flores con que homenajearle, pues había depositado el ramo que traía en la tumba de mi padre. Entre los dos hubo un silencio, fuimos poetas sin palabras, porque ahí donde tu yaces o allá donde yo yaceré
nos aguarda otro lenguaje que no podemos entender, una melodía ignota que solo entonan las criaturas de los cielos. Duerme Miguel, pues tras la última trompeta se revelará el vivificante arcano que esconde la poesía.
Mientras me alejaba me pregunté: ¿Se encontrará también en este cementerio la tumba de ese otro gran poeta de la prosa, Gabriel Miró?
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