En una alegre mañana de sábado, con tiempo para malgastar en Madrid, mis pasos o, por mejor decir, el confort de un taxi me encaminó hacia la casa del pintor valenciano por antonomasia, Sorolla. No deja de ser curioso que un artista que casi centralizó en Valencia el tema de su obra, fijara su residencia en Madrid. Seguramente, en la capital española se hallaba más próximo a los resortes donde planificar una mejor divulgación de su arte. El caso es que se instaló en Madrid, y buscó un hospedaje que nada tuvo de provisional.
La casa, sita en la calle del general Martínez Campos, perpendicular al paseo de La Castellana, constituye un reducto de intimismo en la aglomeración de Madrid. Posiblemente, a principios del siglo XX su singular arquitectura no contrastase tanto con el entorno y se la reconociera como lo que era: la casa de un artista. Porque únicamente un artista puede cuidar con verdadero gusto cada uno de los detalles que la embellecen. Sorolla fue un artista celebrado, y atendiendo al esplendor de su morada, un artista favorablemente cotizado. Sabemos que su éxito traspasó nuestras fronteras y alcanzó la metrópoli promotora del arte de entonces: Nueva York, con sus grandes fortunas y su avidez coleccionista. Su obra se integró en el legado de la Hispanic Society. Sin duda fue el pintor de su época más aclamado.
Decíamos que Sorolla fue un gran pintor de lo valenciano; un alto tanto por ciento de su obra aborda esta temática. Fue un gran maestro de la luz y el color; en sus cuadros, estos elementos se plasman vigorosamente en las marinas, donde la luz de los impresionistas juega brillantemente con el paisaje y los modelos. Nunca el mar Mediterráneo mostró azules más esplendidos ni la luz resplandeció más sobre los tules de las modelos o los bronceados cuerpos de los niños que se bañan y juegan en las orillas. La profusión de cuadros con tal temática nos convence de que el pintor trató de penetrar la atmósfera luminosa y transparente del horizonte valenciano. Con ojo igualmente exultante pintó a la tierra y sus gentes, cuyo testimonio ha llegado a nuestros días como referente de lo que fue aquella Valencia finisecular. Su mirada, junto a la de su paisano Blasco Ibáñez, contribuyó a conformar el mito valenciano.
Nos asombra, sin embargo, que este valencianismo no condicione el aspecto de su casa madrileña, lo cual nos habla de un Sorolla multifacético y hombre de mundo. Porque cuando entramos al jardín nos sorprende el murmullo de sus fuentes que nos acercan no a los azahares de la huerta valenciana sino al encanto andaluz con que se sueñan la Alhanbra y el Jeneralife. Sin duda, Sorolla, por particular elección, escogió para sus patios y jardines las misteriosa delicia del acervo andaluz, pues encontramos esta predilección no solo en los jardines de la entrada sino en el patio interior, cuya fuente y arquería nos trasladan a escenarios tópicamente andaluces.
La casa es otra cosa, nos habla de la labor de Sorolla, de su vertiente de hombre culto además de artista. Especial mención merece su notable colección de cerámica y su faceta de coleccionista de rarezas arqueológicas. Contaba con una biblioteca aceptable y sobre el mobiliario hay muestras de incursiones a países lejanos. Tuvo todos los atributos de una personalidad fascinante, y como pintor seguramente fue el más eminente de su época. Sus cuadros siguen rezumando belleza y vitalidad sin parangón.
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