Conozco el Madrid más fundamental. Sus rincones más renombrados no me son ajenos. Pero esa tarde, queriendo desmarcarme del algún modo del itinerario monumental que se impone a los turistas, quise acercarme a ese Madrid más precario pero igualmente legendario. De Lavapies conservo memoria por el tablero de un viejo juego de Palé donde, como bisoños especuladores del suelo, traficábamos con dinero de mentirijillas por la propiedad de las más renombradas calles Madrileñas, desde la más opulentas como Castellana o Gran Vía a las más humildes, entre las que se encontraban Curtidores y Lavapies. Como digo, esta tarde, sin saber bien dónde dirigirme, me acució el deseo de regresar a esos lugares que con antelación había visitado y donde, verdaderamente, no encontré nada reseñable. Fueron el escenario de La busca, de Baroja, novela que leí con verdadero interés, pues el autor supo manejar las tintas de aquel aguafuerte. Obviamente aquel Madrid ha desaparecido, pero lo continúa otro que en muchos aspectos lo remeda. En la tienda de souvenirs donde adquirí el mapa-callejero que me guiaría por el dédalo madrileño hacia mi destino, el comerciante me sugirió lo poco recomendable que eran de visitar tales parajes, pues tenían fama de ser poco seguros para el viajero. Insistió en que allí pululaban grupos de "moros" expertos en dar el tirón y toda suerte de malhechores. De haber seguido su consejo no habría visitado Lavapiés, pero me dejé llevar por mi curiosidad aventurera y por el recuerdo de renombradas celebridades que habían decidido alojarse en el barrio. Sé que por aquellos andurriales se reúne el rastro cada domingo, ese modesto mercadillo que recordó Baroja, que seguramente mencionó Galdós en alguna de sus novelas y al que cantó con ironía quevedesca un cantautor vasco-español, al que ya solo se le puede seguir la pista por internet, Paxi Andión.
Lavapies fue el refugio bohemio de Madrid como de París lo fue Montmatre. En Lavapiés dejó huella Picasso, pero consta que en la barriada se hospedaron nombres tan destacados como Cervantes, Valle Inclán, Luis Candelas, el arquitecto Churriguera, o Gloria Fuertes. Seguramente habrá que añadir algunos nombres más que buscaron en la modesta barriada la convivencia con el Madrid más auténtico.
Por lo que yo vi, la calle de Lavapiés hoy día no despierta mucho atractivo pintoresco ni tampoco veleidad romántica; presenta toda la crudeza de una barriada humilde y deprimida, donde la aventura cotidiana debe resultar gravosa. Sus viejas casas muestran obvias señales de abandono y sus depauperados residentes un pelaje que ya nada tiene que ver con el del Barberillo de Lavapies. Cierto que el barrio no es tan sórdido hacia la ribera de Curtidores, cuya plaza preside el indomable Cascorro, al que le sigue quedando más mili que al palo de la bandera, pero así es la vida. En suma, quise visitar Lavapiés llevado por la curiosidad de descubrir lo que había encontrado el castizo irlandés Ian Gibson en aquellas "rodalías", empeñado en compartir el parvo mendrugo de los más humildes. Poco podemos hacer para erradicar el estigma de ese dolor salvo tender la mano de la solidaridad. Pese a las advertencias del comerciante, salí indemne de esa bajada voluntaria a los infiernos.
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