He descubierto un relato corto de Flaubert que desconocía: Herodías. Junto con Salambó representa una de la pocas ocasiones en que el autor se adentra en la novela histórica. El tratamiento que Flaubert da al género no tiene coincidencia alguna con el uso que se le da actualmente. Porque Flaubert no hace del relato una incursión entretenida en el terreno histórico, sino literatura en el mejor de los sentidos.
Su acercamiento a la antigua palestina es un lujo de erudición y de rigor descriptivo, no menor que con el que nos recrea la antigua Cartago en Salambó. Flaubert penetra la intimidad del Tetrarca de Galilea: en el orden de su ambición, su subordinación a Roma y su procónsul, y en un nivel más personal, el deterioro de su vida familiar.
Flaubert parece esculpir sus frases; el resultado del texto es fruto acertado del escoplo y del acabado embellecedor de la lija. Solo en uno de nuestros mejores prosistas, Gabriel Miró, encuentran paralelos los aciertos del francés. Su acercamiento a la palestina evangélica viene lleno de fascinación, fascinación seguramente adquirida durante su inspirador Viaje a Oriente. En Flaubert, lugares y personajes se revisten de una consistencia diferente. Las descripciones resaltan con la profundidad del claroscuro, como ocurre con el paisaje, donde deslumbra la inmediatez de la luz frente a la tenebrosidad de los abismos y las escarpadas siluetas de los montes con que nos dibuja el Maqueronte. Al detenerse en los retratos, consigue penetrar tras su máscara y calibrar sus limitaciones; sus dudas y temores se vuelven conscientes. Los abismos de sus almas se miran en el espejo del Bautista. Para Herodías solo la muerte de éste puede borrar la vigorosa imagen de su culpa impresa en la realidad. Pero cuando vuelve en sí, con la cabeza del Bautista sangrando a sus pies, comprende que la acusaciones del profeta se hallan incrustadas en su alma como el cristal a la roca.
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