Paseaba los alrededores de San Ginés, en Madrid, tratando de sacar algún partido de la tarde festiva. En la chocolateria, la valleinclanesca Buñolería Modernista, una ingente cola impedía tomar el chocolate con churros de rigor. En el "Pasadizo San Ginés" amenizaba el discurrir de la tarde la cadenciosa melodía de una guitarra. El músico interpretaba un pieza de Bach, cuyo título no sabría precisar pero su estilo barroco coincidía de pleno con el del cantor de Santo Tomás de Liepzig. La técnica del ejecutante parecía harto burda, pero el resultado quedaba bastante bien tratándose de un músico ambulante sin referencias. En un principio no presté mucha atención, distraído con las vicisitudes de la cola de la chocolatería, pero conforme descendía el Pasadizo...me iban complaciendo esos acordes barrocos que hacían vibrar el diapasón de la guitarra. La música llegó, finalmente, a ser tan grata que una moneda de mi bolsillo fue a parar a la gorra del postulante.
Proseguí mi camino, con la guitarra resonando a mis espaldas, pero continué merodeando por la zona, ocioso, aguardando si cabría darse la coyuntura de abrirme paso hasta la intrincada barra de la chocolatería. Gané tiempo echando un vistazo en la librería de viejo ubicada en la esquina del Pasadizo...En ella, después de curiosear un tanto desganado como quien cumple con un trámite protocolario, encontré un libro que llamó mi atención. Se trataba de la biografía de Miguel Cané, llevada a cabo por su descendiente Manuel Mujica Lainez. Estos libro primerizos e insólitos de Mujica son difíciles de encontrar en España, así que no dude en adquirir el ejemplar.
Entretanto yo hacía mis compras, el aire traía nuevas melodías de ese corazón malherido por seis espadas (no recuerdo si Lorca dice seis o cinco) de la guitarra. Decidido a probar otra vez suerte en la chocolatería, remonté la cuesta de San Ginés, atendiendo a la contratapa de mi reciente compra, donde sucintamente se glosaba sobre el prócer bonaerense. Y otra vez pasé junto al guitarrista ambulante sin prestar mayor atención a su nueva pieza de música española.
Si yo no hubiera hecho mis pinitos durante mi juventud con la guitarra, quizá no habría reparado en la circunstancia. Fue una fugaz intuición, un afortunado "eureka": descubrí un hecho que delataba una bellaquería de lo más grosero. Como el guitarrista se valía de un amplificador, al paseante corriente se le hurtaba que la música que oía era un playback y que el guitarrista se limitaba a pulsar unos acordes arbitrarios sobre los trastes y la caja de resonancia, echándole mucha jeta a la interpretación. Y con su fraudulenta técnica no solo se conformaba con interpretar a Bach, sino que emulaba las difíciles cadencias de Paco de Lucía. Aunque allí donde Paco punteaba, tremolaba o trinaba, nuestro hombre aplicaba sus elementales acordes y su rasguear y rasguear. Ante dos jovencitas que lo observaban perplejas, me atreví a denunciar:
-¡Está haciendo trampas!
Ay de ti Madrid, porque el tiempo por ti no pasa y en tus calles aún persisten las viejas usanzas de Monipodio y su "Corte de los Milagros".
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