He rescatado una foto que tenía traspapelada. La foto me recoge a mí de tres cuartos frente a un paisaje de viñedos que se extiende hasta el horizonte. El lugar: La Toscana. La foto se efectuó al concluir una cata de vinos en unas bodegas de la región del Chianti. Como no acostumbro beber vino, recuerdo que salí de la experiencia aturdido, náufrago ante la vastedad de aquellos campos y envuelto en un silencio que calificaría de sideral.
Toscana es una de las pocas regiones privilegiadas de la tierra. En ella se reúnen maravillas incomparables, ¡cómo no! los fértiles viñedos cuyos caldos son de los más celebrados del mundo. Pero aún nos sorprenden más sus ciudades, ubicadas en el seno de la más deliciosa campiña, mítica y melancólica. Muchas son célebres por su historia y su riqueza artística. Nada puede encontrarse más noble que la plaza de Los milagros de Pisa. Ante la cual cayó estremecido Jacob Burckhart, abatido por el dolor de la belleza. Nada nos conmoverá más que la música de Puccini, el genio de Lucca. Y ensoñaremos ante la panorámica pastoril y arcádica de San Gimigiano, con su profusión de pétreas torres coronando su laberinto medieval, circundado de blandas lomas de viñedos y olivares. Cuando se llega a Siena, la belleza trasciende nuestra capacidad de asombro. No tiene par su plaza del Campo, a ser posible en día de Palio. Solo otra ciudad en Italia admite la comparación: Venecia. ¿Qué decir de Florencia? Admitir como cierto el legendario síndrome Stendahliano. No se concibe el arte si uno no ha vivido la intimidad de Florencia, la riqueza de sus museos, el equilibrio de sus plazas, el esplendor de sus iglesias, la magnificencia de sus palacios. En la Signoria o en el Duomo se reconoce que allí la historia vivió uno de sus momentos excepcionales.
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