El lastre de las horas
en el repecho del camino,
el zumbido de verano
y las lágrimas de la melancolía.
El menester de las tareas,
la sucesión de los días
en la atmósfera densa y tórrida.
La estación ya ha olvidado
el sabor de los jazmines,
la virginidad de los lirios,
falos de inocencia, rasgando
la mañana transparente. Dones
que trae la tierra
como la verdura en las praderas,
como el agua en los cangilones
que batanean la esencia del pan
de ese molino en la ribera
de los paisajes entrañables.
El aprisco en el roquedo
del rebaño trashumante
que cada noche se recoge
a la voz amiga del pastor.
Los canes ladran
en la tarde que ya conoce
la luna, mientras los grises tordos
revuelan agitados sobre el encinar.
Pienso que las cosas son posibles,
como apagar la sed en las fuentes,
como el sol radiante
que despabila la vida,
buscando tras las sombras taciturnas.
Surge esa flor entre los riscos
sombríos de una cañada
acostumbrada a los inviernos;
tanto puede darse la sonrisa
como la mueca mortal
en la máscara del hombre,
una y otra señalan su condición,
su tiempo y su motivo.
La lluvia arrastrará el resquemor
de las estaciones, al fango reseco
lo humedecerá la corriente del río
durante la crecida primaveral.
Veras las cosas como se mira
al silencio, y en tu pecho brotará
la dulce rosa de una pasión.
Suspira, calla, despréndete
de ese desgarro ominoso, de la dentatura
mordaz del desengaño
que teje su urdiembre en la desolación.
¡Ve! Canta con voz nueva,
resplandece como la tersura
de las hojas tiernas,
refulge como espada,
vive como si no hubiera otra ocasión
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