Tuve conocimiento del poeta Mario Santiago a través de su correligionario, y cofundador del grupo infrarrealista, Roberto Bolaño, quien en alguna de las entrevistas que perduran en las redes encomia la virtud poética de Santiago. Para Bolaño, el genio lírico era consustancial a la obra del mejicano. Ambos compartieron los años de la apasionada juventud, y ambos apuraron su pasión literaria hasta confundirla con su propia vida. Los destinos de ambos fueron sombríos; no conocieron sino un final prematuro, malogrados por una muerte que parecía rondarlos. Bolaño consiguíó silenciarla con el discurso de una obra literaria que pudo sobreponerse a la indiferencia del olvido. Y como hombre generoso que fue, quiso atraerse a la permanencia de la fama a su compañero de versos y fatigas. Como poeta Bolaño nos dio Los perros románticos, una poesía cruda , narrativa y sin oropeles. Acaso una íntima insatisfacción hacia el género, lo condujo a desviarse hacia la novela, con una dedicación que ha dado importantes frutos. Dejó para Mario Santiago las predestinadas nupcias con la lírica.
A mí el infrarrealismo me suena a realidad devaluada, chusca, una realidad a contrapelo que solo se saborea desde estratos marginales. Tiene algo de inframundo, de vivencia espúrea, de biología de los sustratos. Tal vez mantenga cierta relación con lo que aquí se consintió en llamar el realismo sucio. O acaso se limite a un modo de descender la lírica de ampulosas retóricas a esa intrapoesía, que diría Unamuno, con que reconciliarnos con lo cotidiano de nuestro ser más íntimo.
La senda humana y poética de Santiago parece que lo llevó hasta el laberinto de la desolación. Se consideró ángel caído, al que se le escapó entre los dedos el galardón de la belleza, extinguiéndose sin esperanzas por la degradación del estigma. Se disolvió en los senderos artificiales de los círculos dantescos, hasta cuyo limitado espacio no penetran los amaneceres, ni resplandece el rocío sobre los pétalos turgentes de las rosas y en cuyos aires ya no se reconoce el vuelo de las palomas. Santiago trató de escapar a esa maldición de mejicano errante, y buscó en cielos más límpidos latitudes desasidas de su crepúsculo; caminó nuevos senderos de inocencia (¿un amor apasionado?) que le llevaron a Jerusalén, quizá en busca de esa palabra arcádica en que quedaran las tinieblas redimidas. Fuente de inocencia fresca y límpida, cuyo gozo de beberla mitigara el ardor de los carbones encendidos de su desesperación. Una secuencia lúcida en la pesadilla inmisericorde del delirium, que abrazó como opción: ¡Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio!
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario