Plá era sin duda un hombre del pueblo, sencillo, modesto, soñador, siempre apegado a su colilla de caldo de gallina. Era un hombre cauto. No se si había leído Schopenhauer pero miraba a la vida con cierta reserva, como si su constante e irrefrenable cambio no fuera con él. Era soltero; es más, un acérrimo soltero; miraba a la mujer con misoginia fascinada. Era un naturalista; observaba la vida de frente; le importaba la menuda cotidianidad; huía de lo imaginativo; su estilo era preciso y franco.
Pla...¿Qué decir de Plá? Su definición política es lo de menos; se limitaba a vivir a fondo el pálpito de la existencia, a inmiscuirse en el ahora ampurdanés, en su vicisitud bucólica, o a aventurarse a la mala mar junto a la marinería de Cadaqués. Plá vivía y escribía, que acaso son la misma cosa. Su mejor personaje era él mismo, con su boina calada, su cigarrete, poseedor de una gran cultura de la que no alardeaba y dispuesto a devorar gustosos manjares en alguna masía aislada de Palamós. Si existe otro escritor que pueda compartir la autenticidad de Plá, ese otro era Delibes. Ambos forjaron una literatura que nos habla del hombre real, sujeto social y enraízado en la tierra. Fueron dos hombres lúcidos, serenos, en una España desbordada de encontradas pasiones. Se sabe que Plá vivía para culminar una gran obra; unas obras completas voluminosas que le proporcionaran ese algo más que un magro recuerdo en la memoria los hombres. Acaso el fervoroso culto de algunos lectores entusiastas.
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