El silencio rasga el tiempo en Makeronte,
sumido el aposento en lobreguez,
siquiera iluminado por el brillo
del aceite de unas lámparas dispersas.
Herodes está solo; junto al trono
nadie queda, ni consejeros, ni sirvientes,
ni aduladores, ni bufones ni danzantes.
Esa voz que ya ha acallado
la hoja del alfanje,
aún resuena en sus adentros
con obstinado rigor: "¡Arrepentíos!
Porque el reino de los cielos está aquí."
-¿Cuál es ese reino que aun Roma desconoce?
Tenía cerrados los ojos la testa seccionada,
pero tras los párpados se advertía su fulgor.
Grosero pareció exhibirla en la bandeja
cual manjar de un banquete desdichado.
Perdura aún el resquemor por la flaqueza
de haber cedido a unas intrigas de mujer;
pero parece aliviado de verse libre del profeta
que con el filo de su lengua atormentaba.
Las mieles del lecho de su hijastra Salomé
endulzarán el amargor de la bajeza;
así lo sueñan sus lascivias abyectas,
ávidas del prurito genital.
Le sobraban agravantes para ajusticiar
a tan incómodo asceta alborotador.
Tras la sentencia ejecutada, Herodes
permanece pensativo en su solio hipotecado,
apurando el vino licencioso en fina crátera,
escrutando en los rincones de su alma
sus sórdidas mazmorras, los férreos grillos
a los que permanece encadenado,
la aridez de sus pesares abundantes
a los que apenas humedece una corriente
ni mitiga un bálsamo de flor.
Envidiaba la paz interior
que parecía acompañar al profeta,
esa templanza con que afrontaba
el infortunio y acrecentaba su vigor.
Siquiera tembló ante la rudeza del verdugo,
ni estremecieron sus carnes,
temerosas del acero, decidido ya su fin.
Un aura serena acompañaba su figura.
El misterio guiaba su destino,
que escapa a los mortales escrutar.
Su palabra brotaba mansa pero ardía,
como abrasa el sol en el desierto,
como fuego que quema en el hogar,
hiriendo como aguijón capaz
de atravesar el fondo de las almas
y descubrir en sus miserias la verdad.
Su cuerpo enteco, de ayuno y privación,
misérrimo el vestido pellejudo,
conferían a su semblante fibroso
naturaleza de orgánico cristal,
donde transparentaban las venas,
los músculos, la virtud, su decidida voluntad..
Firme se mantuvo al ser interrogado;
sometido a cruel tortura, no abjuró
de las acusaciones proferidas,
sancionando como ilícito el tálamo real,
lecho mancillado por la culpa adulterina..
Ni un momento su cerviz claudicó
ante el tetrarca, como cualquier súbdito
que debiera pleitesía, y su mirada feroz,
en la reina, animó animadversión
y alimentó su inquina. Salomé
fue la prenda de ese juego miserable
con cuya codicia la prudencia cedió.
Herodes hurga la pústula en su llaga,
de lo que pudo haber sido y no fue.
Escuece en la carne lacerada,
entre el pus y la sangre coagulada,
la herida de tanto yerro y abominación.
Herodes no duele por la nación,
pues su estirpe es Idumea
y comparte otros dioses con Dios.
El poder lo debe a Roma, a los dados,
a la intriga, al soborno y la traición.
.
E
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