Sé que perdí la primavera.
Ya entrado el otoño, añado,
que mi rastro arrastra sus hojas secas.
El alma se envuelve de frías ausencias
y el recuerdo trae la recompensa
de una lágrima, furtiva o lánguida.
Medito en los ritos
que mi soledad congrega.
Pero hasta lo más sagrado
la costumbre harta y busco
en los días una esperanza casta.
No quiero perecer en el doler de amarla,
pues sé que al torcer cualquier esquina,
la perderé mañana.
Sólo sé que cuando la miro,
no puedo dejar de mirarla.
Y añoro su andar ligero,
su palidez tatuada,
su dulzura en mis entrañas,
la inquietud cuando devuelve
su mirada. Sé, por los años,
que la vida nada regala,
salvo penurias a ultranza.
Concluiré que cuando la miro,
no puedo dejar de mirarla.
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