LOS CRÍMENES APÓCRIFOS
DE BILLY THE KID
Billy the Kid desenfundó su colt 45 y apuntó al coyote que aullaba
lastimero sobre un risco, bajo una luna fría. Sobó las cachas de su
revólver, en cuyo marfil habían tallados glúteos femeninos que se
amoldaban perfectamente a la anatomía de la mano y que daba placer
acariciar; pero no quiso malgastar su plomo con un coyote solitario
que lo había despertado de su profundo sueño junto al fuego. Billy
se arropó con su manta de pelo de bisonte, requisada a un piel roja
a quien sorprendió fornicando bajo un roquedo próximo a Monument
Valley. En tal ocasión, se acercó con sigilo hasta el salvaje,
desprevenido por su denuedo erótico, y lo liquidó de un tiro
traicionero en la nuca. Tras enmendar con la mujer india los tres
meses de abstinencia forzosa, consecuencia de sus largas cabalgadas
por el desierto huyendo de la justicia, la mató y se llevó las
pieles del improvisado tálamo, dejando los cuerpos al albedrío de
buitres y alimañas.
Con los primeros claros despertó Billy. De su alforjas extrajo un
cazo desportillado, en el que preparó café, o cierto serrín oscuro adquirido en un store de Toobstone, el cual acompañó con una
loncha de tocino, requisado del morral de un mejicano al que
sorprendió orinando tras de un árbol, a unas millas del Paso. Le
incrustó tres balazos a bocajarro y explicó al agonizante que lo
había agujereado por guarro. El charro derramó unas postreras gotas
por su bragueta entreabierta y expiró. Billy apuró un último sorbo
de café y, a continuación, fregó con tierra el recipiente, para
guardarlo, junto con las sobras de tocino, en las alforjas. Se
encasquetó el sombrero, aparatoso y deforme, y montó en su yegua
baya, que no perteneció al mejicano que orinaba, pues aquella la
había reventado huyendo de la justicia por lo eriales
transfronterizos, sino a un cawboy de Texas que se negó a pagar la
consumición del Kid en una cantina.
--Vaquero, ¿pagarás mi whisky, o´kay?- espetó Billy
--Ni lo pienses, forastero- replicó el infeliz cawboy.
--Este hombre ha hablado por última vez- sentenció Billy,
desenfundando sus colts y disparando tres balazos en el pecho de su
oponente, antes de que éste pudiera echar mano de su revólver.
Abandonando sin melindres la cantina, y santiguándose, el homicida
espoleó a la yegua con sus robinadas espuelas y partió a galope
tendido, camino de Fort Summer, donde lo aguardaba con cierto asunto
su amigo Patt Garrett. A las dos horas de marcha, tiroteó a una
serpiente cascabel que se retorcía y silbaba al borde del camino.
Descendió de la cabalgadura, y desenvainando su cuchillo de monte,
decapitó al réptil. Guardó como trofeo el cascabel de la cola, el
cual contemplaba alelado cuando lo agitaba como un sonajero, y el
resto del ofidio lo devoró caninamente durante la comida de
mediodía. Después de una dilatada siesta, propiciada por tan
farragosa digestión, reemprendió la marcha.
El Kid restregó su trasero calloso sobre la silla de negro cuero,
adornada con bellos remates en plata, que sustrajera a un influyente
ranchero en la inmediaciones de Lincoln (New Mexico), cuando este
cabalgaba por un camino poco transitado, en compañía de sus dos
hijas menores, que lo seguían en un tílbury. Acribilló al anciano
y violó a las hijas sobre el polvoriento terreno, para luego
asesinarlas sin miramientos, de tiros certeros en el sexo. Fuí el
primero y el último, se vanaglorió Billy, y escupió sobre las que
fueran vírgenes y vivas minutos antes. No tuvo remordimientes ante
sus cuerpos maltrechos, a los que dejó insepultos, adueñándose
luego de la silla y el caballo del ranchero, y huyendo de su crimen
como un torbellino, eufórico y sanguinario, ululando como un apache
ebrio.
Se le vino la noche encima sobre la cabalgadura, pero no se detuvo a
acampar, sabedor, tal vez, de que aquella noche le depararía alguna
nueva orgíastica y morbosa aventura. Después de una hora larga de
calbalgar en las tinieblas, vislumbró una débil luz en los límites
de un vallujo carente de vegetación, como lo eran todos en la reseca
Arizona. Era una granja humilde, de la que, conforme se aproximaba,
brotaba una festiva música de baile. Billy pensó, con sus sesos
curtidos por el sol y las refriegas, que nada más presentarse en la
fiesta bailaría con la más guapa, pues para eso su pistola era la
más rápida del oeste. Billy fue hasta su muerte un eyaculador
precoz.
Los perros, al sentir el tamborileo de los cascos de un caballo sobre
el polvoriento camino, o acaso al husmear el sudor apestoso de meses
del jinete, comenzaron a ladrar desaforados; pero no se atrevieron a
atacar al intruso, porque quizás intuyeron que tendrían que
vérselas con el plomo más letal del farwest.
Billy allanó la casa sin ser molestado por los mastines. Cuando los
allí reunidos lo sorprendieron con las manos amenazadoras, asidas a
las culatas de sus revólveres, pararon la música y cesaron el
baile, observando al intruso con ojos espantados de sorpresa. El
dueño de la granja se adelantó con coraje, y preguntó:
--¿ Qué buscas aquí, forastero?
--He venido a bailar con la más guapa- sentenció Billy que, aunque
neoyorkino, demostraba los toscos modales de un habitante del más
zafio poblacho de Arizona.
--En este territorio somos gente hospitalaria, aborrecemos los
pleitos y gustamos de ahorrarnos complicaciones; así que pase,
muchacho, es usted bienvenido- declaró el granjero, que desconocía
la fama y leyenda de Wiliam Booney.
Billy ordenó con su voz seca de aguardiente y desierto que la
música continuase y que las parejas reanudasen el baile. El único
violín se entregó raudo a rasgar su instrumento, siguiendo el
alegre compas con la puntera de su bota. Frente a él las parejas
bailaban. El invitado tomó asiento en una banqueta, situada en un
ángulo de la sala, después de apropiarse de una botella de whisky
en el pequeño ambigú dispuesto para la fiesta. Desde su rincón
estudió el panorama y catalogó a las muchachas, según su
atractivo, las cuales se contorsionaban y giraban frente a su mirada
libidinosa. Tras un breve titubeo, al fin se decidió por la que
sería la última mujer que sacó a bailar a Billy the Kid. De su
chaleco extrajo el forajido un reloj de oro y comprobó la hora, como
tantas veces hiciera su anterior propietario; un empleado de
telégrafos de Silver Citty, que en un día lluvioso de marzo se negó
a enviar gratuitamente un par de telegramas amenazadores al ganadero
Chissun, dictados por un joven barbilampiño y pelirrojo, que sabía
a Irlanda y hedía a sudor y a semen. Cuando rehusó por segunda vez
tal demanda, tres balas lo atravesaron a bocajarro.
Billy, vuelto en sí por el bullicio de la fiesta, guardó el reloj,
afectado por una mórbida nostalgia, después de admirar lascivamente
la fotografía de mujer, adosada en la tapa. En verdad, al hermoso
reloj sólo le restaba la melodía de un carrillón para ser perfecto
y digno del revólver más rápido y matarife del farwest.
Cuando Billy se dirigió hasta la elegida, ya con medio litro de
alcohol en el cuerpo, la sacó a bailar, o a machacar con sus botazas
los diminutos pies de la muchacha, mientras empellaba a las demás
parejas, sarcástico y ebrio. Para poner fin a tal comedia, harto de
baile y música, enarboló su colt 45 y disparó cuatro veces al aire
(Ignoramos por qué cuatro). Y al desvanecerse los últimos ecos de
las detonaciones, apretando el cañón de su revólver sobre la sien
de la muchacha, gritó:
--¡ Si me siguen, la mato!
Los reunidos quedaron atónitos y escépticos ante aquella
circunstancia inesperada. Nadie se movió. Temieron frente a la
desesperación de un forastero ebrio. Billy se llevó consigo a la
muchacha sin que le presentaran abierta oposición. Situó a la chica
sobre la montura y él se encaramó a la grupa. Partieron al galope,
haciendo resonar una orgía de disparos y alejándose con rapidez del
peligro de los winchester que retumbaron vacilantes tras él en la
noche, y que no se prodigaron, por temor de herir a la raptada.
El rijoso Billy estaba ávido de beneficiarse a su presa; la poseyó
tras unos arbustos próximos a un riachuelo de aguas turbias, pero no
la mató al concluir el coito. No se sabe bien por qué, aunque se
sospecha que no lo hiciera porque quizá fuera la única mujer con la
que tuvo una eyaculación satisfactoria y no a destiempo. A la
muchacha la encontró la patrulla organizada para la venganza a la
mañana siguiente, amoratada y maltrecha; seminconsciente pero con
vida. No descubrieron en los alrededores pista alguna del violador
que poder seguir. El cauto Billy había borrado en su huida todo
rastro.
William Booney cabalgó sin descanso hasta el mediodía, momento en
que se detuvo a comer unas galletas saladas, que introdujera en sus
bolsillos de la mesa con las viandas servidas durante la fiesta.
Luego, tras una breve sueño, retornó a su montura, para no apearse
hasta la caída de la noche. Acampó en un páramo yermo, rodeado de
colinas arcillosas, y escuchó nuevamente el aullido del coyote.
Aquella noche, soñó que asesinaba, sin parpadear, a siete
pistoleros de Chissun en una cantina de Tuxon. Se sentía pletórico
y capaz de acabar con una tribu de apaches mezcaleros si se lo
propusiera. Soñó también con la mujer a quien violara unas horas
antes, más no la pudo imaginar más que en su pubis y sus pechos. Se
esforzó por encontrarle un rostro, un alma, pero Billy era demasiado
joven para distinguir el alma de los hombres. Impotente, Billy the
Kid lloró sinceramente por primera y última vez.
Amanecido, se vio recortarse su silueta desgarbada y avanzar por la
llanura inmensa, hostigado por el tórrido sol que espejeaba en los
desperdigados esqueletos de reses calcinadas sobre la llanura
desértica. El Kid, sin embargo, había visto demasiada muerte como
para fijar su atención en unos cuantos despojos de res, visitados
por los cuervos o algún buitre solitario. Se detuvo, se incorporó
sobre la silla, secó el sudor de su frente con un pañuelo, y sacó
una petaca, la cual sustrajo en su día al sheriff Brady, tras un
tiroteo recalcitrante, en el que el alguacil perdió la vida de un
balazo certero en el rostro. Divisando el horizonte, y apartando de
sí viejos recuerdos, el forajido más buscado del oeste se echó a
la boca una onza de tabaco, cultivado por manos indigentes y enemigas
de negro. Sin dejar de masticar la áspera hierba, hincó las
espuelas en los ijares de su overo hasta teñirlos de sangre,
perdiéndose su silueta en un fondo de colinas erosionadas y valles
desolados.
Aquella misma noche hizo su entrada en Fort Summer. El villorrio
estaba a oscuras. Era una noche plácida donde no se presentía el
peligro. Billy se dirigió al trote hacia la cantina, en donde saciar
la sed del yermo. Pero en el trayecto un rifle asomó de la noche y
una bala certera frenó su carrera atolondrada. Un rayo de luna
iluminó el rostro emboscado de Pat Garrett. Billy mordió el polvo
por primera y última vez. Retorciéndose de dolor en el suelo como
una alimaña, ya sólo apremiaba el tiro de gracia. Garrett dejando
las sombras, se acercó hasta el herido y lo remató allí mismo sin
vacilaciones.
--Si hubiera sido inteligente, podría haber llegado a gobernador-
dijo Garrett, convencido de que América era una hermosa tierra de
oportunidades.