Renovados en su esperanza

Renovados en su esperanza

 Hace un día gris.

Estoy aquí.

Participo del milagro de la vida.

Gozo del instante singular y eterno.

Mientras como, me vienen 

recuerdos  de la mili.

Aquel menú idéntico al que hoy devoro:

filete con huevos fritos y patatas.

Yo vagaba solitario y perdido

por las veredas de Oviedo,

hasta que los compañeros

en el rifi -rafe de las armas

me invitaron a compartir

con ellos su cena fraternal

en un humilde merendero.

La vida cuartelaria 

dejó de ser entonces tan amarga,

porque se había establecido un vínculo

de paz y camaradería.

Así como el Señor,

en su ultima cena,

en la intimidad del alto aposento,

compartió el pan y el vino

con quienes jamás dejarían 

de ser suyos,

en su dolor redimidos,

renovados en su Esperanza;

del mismo modo hoy, 

presente para quien le busca,

invita a compartir su mesa 

a toda alma que ansíe comunión

Gago Sardoy, el apostante

Gago Sardoy, el apostante

 A Gago Sardoy a primera vista podría tomársele por un indigente. Es de origen antillano, pero no sabría decir de qué país o de qué isla. Su humildad la manifiesta su atavío, siempre necesitado del algún lavado. Se cala una gorra de paño algo mugrienta, y los camales de sus pantalones se pliegan por fuera sobre las cortas pantorrillas, porque seguramente carece del dinero necesario para pagarse un arreglo de ropa.

 Porque Gago es una criatura solitaria; se la ve vagar arrastrando una pesada bolsa por las veredas de la ciudad. Sí, Gago carece de casi todo, además es negro; pero hay algo más.

 Casi siempre lo tropiezo en las distintas administraciones de loteria, apoyado en un mostrador rellenando columnas y columnas de la primitiva, del bonoloto y qué sé yo. Ensaya múltiples combinaciones que copia de una libreta que previamente ha rellenado con la aplicación de un contable, dando la sensación de verse enfrascado en una tarea farragosa. Gago Sardoy apenas tiene lo puesto, pero en sus manos baraja la posibilidad que muchos soñamos sin decirlo. Al igual que otros menesterosos fían de la inspiración  para elaborar su arte o sus manualidades con que ayudar a sus carencias, o ingresan en la astrosa corte, Gago cultiva los laberintos de la Fortuna con los que acrecienta la esperanza.Tiene la corazonada de qué algún día los números mágicos del sorteo coincidirán con alguna de esas columnas minuciosamente repensadas. Entonces su sino cambiará del de paria a acaudalado. Y vestirá ropas lujosas y quienes hoy lo amedrentan lo saludarán con reverencia. Habitará en una buena casa y no será más un indigente. 

Como su bolsillo apenas lo llenan unos euros, necesita meditar mucho antes de emplearlos. Asi pasa horas en las administraciones donde se ha hecho cliente familiar, y los loteros bromean con él, mientras rellena y rellena boletos hasta que siente la corazonada de que el que acaba de completar puede ser el agraciado. A ustedes les parecerá que Gago Sardoy no anda del todo es sus cabales, pero quién lo está del todo. Gago, en su inocencia, no se encuentra tan lejos de esos hombres ambiciosos que buscan fortuna, y que están dispuestos de arrostrar amargos sinsabores con tal de amasarla. Como a los personajes de El Halcon Maltés en su fiebre por el pájaro nergro, podría interrogarse a Gago sobre la naturaleza de su  boleto, y sin duda respondería que se compone de "ese material con que se forjan los sueños". 


¡Júbilo en los cielos!


¡Júbilo en los cielos!

El Hijo ha ascendido

al trino empíreo. Uno

con el Padre y con su Espíritu.

La piedra ha sido removida.

Lo anunciado se ha cumplido.

Lo proclamaron los ángeles

a las pacientes mujeres

acongojadas de duelo.

A la carrera acudieron sus fieles

sobrecogidos por el anuncio.

El sepulcro está vacío.

De la muerte todo rastro se ha perdido.

El ungido del Señor

rompió la cadenas avernales.

Lo pregonó el heraldo

a quienes pululan desolados

en las tinieblas del Hades.

¿Se reservará a los condenados un elíseo?

El Espíritu del puro

descendió a las moradas

subterráneas, y victorioso

del rigor del juicio ardiente,

sin mácula, regresó a la vida,

tras haber recobrado el Paraíso.

La muerte ha sido vencida.

Las puertas quedan abiertas

a la esperanza postrera.

¡Cantad todos jubilosos

la nueva de eterno gozo!


Wagnerismo

 


Recientemente ha salido publicado, por la editorial Seix Barral, un libro titulado Wagnerismo, de Alex Ross. El autor ejerce la crítica musical o teatral en un afamado diario o revista norteamericana. El libro es un estudio en el que se trata de reconstruir el retrato de Richard Wagner, a través de los wagnerófilos, con profundidad radiográfica.  Si vamos siguiendo el hilo, nos damos cuenta de que la influencia del autor del Anillo...fue inmensa y decisiva para la cultura occidental, alcanzando ramificaciones que jamás habríamos sospechado. Sabíamos de la admiración que su gran crítico, Baudelaire, el de las letanías a satán, le dispensaba, como bien demuestra el opúsculo que dedicó al músico; pero dicha influencia debe extenderse al resto de los simbolistas, que desde Mallarme a Villiers de Lísle-Adam bebieron de sus fuentes. Sólo parece que se mantuvo ajeno a su ascendiente Artur Rimbaud, quien demostró, tras abandonar la bohemia, que no se sabe hasta que punto estaba narcotizado por las cienagas mefíticas del arte. A Baudelaire como a Ludwig II Wagner les proporcionaba ensueños en los que desmarcarse de la realidad, tan arrebatadores como las visiones del Kif. Rimbaud supo aferrarse al pálpito de su propia aventura. Cierto que su muerte fue amarga y prematura, tan distinta a la de un Verlaine apegado a la botella y sus lascivias. 

Por mi parte llegué a la música de Wagner siendo joven, cuando aún disfrutaba con la música de The Beatles. Ganado para la clásica por Beethoven, el siguiente caladero fue Wagner. Casualmente, dí en Radio 2 con la emisión de los Festivales de Bayreuth. Por entonces, la música wagneriana me fascinó por su vigor. Me encantaba que los papeles estelares los protagonizaran barítonos y bajos poderosos. Para mí era una música varonil, al contrario que la de Mozart, en la que encontraba delicadezas que pudiera llamárselas femeninas. Pero parece ser que no, que el poderio germánico de Wagner permanecía en la ambigüedad, pues no lejos de las delicias mozartianas se parangonaban las sublimidades de Lohengrin, tan del gusto de Ludwig II. Se dice de Wagner que gustaba de arroparse con atuendos de seda rosa, y hacia la vista gorda ante los festines homoeróticos que se gestaban en su circulo. Es señalada la presunta homosexualidad de su hijo Sigfried. Aunque parece normal que en hombres de una sensibilidad extrema se dé un temperamento delicado, más propio de géminis que de aries. El caso es que toda la tribu homoerótica del arte parece que tuvo predilección por Wagner, vocero irredento de las pasiones insatisfechas. De Proust a Diaghilev, pasando por Henry James y Thomas Mann, permanecieron fieles a un Wagner magistral en cuanto músico y poeta. Aún en el Ulysses y Los Olas, de Joyce y Woolf, pueden rastrearse sus vericuetos.

¿Dónde encontraremos hoy un ejemplar cultivado que deteste la música de Wagner? Quizá lo descubramos en Bukowski: duro con el whisky, afecto a las rameras, y ducho en las peleas de callejón con los borrachos. Todo un hombre (Übermensch). Lo cierto es que sus libros nos devuelven a una realidad menos volátil. Su diferencia conmigo es que yo tuve un padre bueno.


Jesús anda sobre el mar

 


Unos hombres de Galilea,

laborando en una barca,

recojen los aparejos

 tras la jornada de pesca.

Vuelven a Capernaum,

en donde tienen morada,

cuando el cielo se ensombrece

con carbones de tormenta

y la mar se riza brava

mientras la barca zozobra.

El viento sopla furioso

en tanto arrían la vela

y sus vidas a Dios encomiendan.

Se abre un claro en el cielo

por donde la luna alumbra

la mar tempestuosa y expuesta.

Sobre la turbulencia del agua,

una silueta humana

camina en pos de la barca.

Los pescadores, atónitos,

no dan crédito a sus ojos.

Cuentan con que tal prodigio

se desvanecerá por sí solo,

cuando una voz familiar

les anima a no temer

y a hacerle un lugar a bordo:

--¡Soy Jesús, gozaos, amados!

Porque a quien de cierto cree,

hasta la mar se somete.

--¡Maestro, sálvanos que perecemos!

--Hombres de poca fe, ¿por qué dudáis?

Y Jesús clamó a gran voz,

y la tormenta amainó.

--¿Quién será éste, dijeron, 

que hasta se calma la mar

y le obedecen los cielos?.





Jesús y la mujer samaritana


 En el camino de Sicar,

junto al pozo que Jacob 

legó a su heredad,

se detiene un caminante.

Sus labios resecos están

por el castigo del sol

y el polvo que acompaña su andar.

Mientras descansa,

se le acerca una aguadora

a quien pide de beber.

Samaritanos y judíos

no se tratan entre sí.

Tal recuerda la mujer

a quien toma por rabí

y en quien choca el proceder.

Si supieras, dice él, 

quien te pide de beber, 

y de esa misma agua

tú me pidieras

para saciar la sed, 

yo te daría el agua de la vida.

Y cómo, señor, responde la mujer, 

te podrías abastecer, 

si para sacarla no tienes con qué,

y el pozo bien profundo es.

Te digo, mujer, que del agua

que yo te daré

no tendrás sed jamás.

pues será fuente que fluya,

en lo hondo del corazón,

fresca de eternidad.


 

Horas en la sala de estar

Horas en la sala de estar

Domingo por la tarde. Es la hora de la siesta pero permanezco inquieto. Me resiento de la inactividad de la jubilación. De jubilado puedes sentirte como un cero a la izquierda de la fuerza productiva o un privilegiado que goza anualmente de unas vacaciones pagadas, en la estación que sea. Según consideres una u otra perspectiva te sentiras afligido o eufórico. Las horas de la jubilación pasan levemente; no quisiera creer que lo hacen cualitativamente estériles. Leo algo; escribo menos de cuanto quisiera; camino menos de lo recomendable. Engordo. He recuperado la costumbre de beber una copa que otra. Si bebo un poco de más, se perjudica la tarea intelectual, además de la salud. El volumen de la creación mengua. La pereza me inhibe de abordar la página en blanco, Hablando con un amigo, me contaba que Bukowski no carburaba si no ingeria una cierta cantidad de whisky que excitara sus neuronas. Garcia Márquez puso en peligro su salud con dosis abusivas de tabaco mientras gestaba sus Cien años de soledad. No sé si Hemingway ayudaba su tarea con algún trago. Balzac pereció de sobredosis de café, Baudelaire esnifaba. Yo he escrito casi toda mi obra sin ayuda de estimulantes, salvo alguna taza de más de nescafé que me reconfortara. Ello prueba que toda obra se gesta- creo que decía Nietzsche- aun contra la adversidad. Llevo entre manos a día de hoy unos folíos relacionados con el jazz. Su temática, tan melancólica como un blues, me invita, tras releer El invierno en Lisboa y El perseguidor, a acompañarla de algún whisky. El caso es que cuando bebo whisky, bebo whisky- que diría Michellin Flynn-, y cuando escribo, escribo. Es difícil compaginar ambas cosas. Si el escrito rebasa las dimensiones de un cuento, significará que habré bebido unas copas de más. Pero hay algo que me dice que debo concluirlo. Tal vez porque llevarlo a cabo representa un reto, desafiante y difícil.

A estas alturas de la vida, y en la soledad, cobra un mayor sentido, casi primordial, la religión; quizá porque se sea más consciente de la fugacidad de las cosas. Admiro cada día más a las personas entregadas a ella, sienpre que no la emborronen con comportamientos poco éticos. Hay personas entregadas a Cristo que transpiran virtud, y eso se nota; irradian sensaciones positivas. Busco vías por donde acercarme al misterio de la fe. Busco en las artes ejemplos que me lo revelen. Acudo al cine, a los libros, a la música. Por un tiempo  me sedujo la música de Parsifal, hasta que averigüé que en ella intrigaban elementos esótericos inescusables, acariciados aun por el propio Wagner. Eso de acercarse a Dios mediante subterfugios y no cara a cara es algo que no acaba de convencerme. ¿Será el Grial un cáliz para redención o para confusión? No esperé que Steiner me lo revelará, eso sería enredar el palangre, que acaso sea una de las argucias de satanás.


1 de noviembre

1 de noviembre

1 de noviembre, día de difuntos. No he acudido a poner flores en la tumba de mi padre, porque he considerado que el cementerio estaría congestionado. Me acercaré a honrarlo más adelante, cuando su recuerdo me llame a ello. Este 1 de novienbre soplaba un cálido viento poniente; molesto porque soplaba caloruso cuando sus ráfagas, a estas alturas del otoño, deberían ser frescas. En tales condiciones el cuerpo anda como alterado. A la mente se vienen viejos recuerdos, inquietos pensamientos. Hasta que uno se harta de ellos y los ignora. Pienso que, a lo largo  de la vida,  escribir es una de las cosas que me ha dado mayores satisfacciones. Comprendo que he de seguir el hilo de la literatura y ponerme en marcha publicando algo nuevo que no quiere decir que sea novedoso. Seguramente el nuevo libro lo constituyan una seleccion de los poemas escritos durante los últimos años. 

He perdido un cuadro en una subasta de internet; me contraría pero me sobra capacidad de renuncia; se titulaba el día y la noche, y representaba a dos mujeres en hierática pose egipcia, y en una composición y colorido cubistas. Me ha faltado fe, creía que en los últimos minutos de la subasta la cotización se elevaría por las nubes. No ha sido así. El afortunado ganador se ha llevado una ganga. El pintor era un polaco desconocido, pero dominaba el oficio y no le faltaba talento. No ha podido ser. Otra vez será.

En la tarde esucho una entrevista que le hizo Dragó a Trapiello, hace ya muchos años. En ella este último se decanta por los escritores que prosiguen la escuela cervantina frente a los barrocos quevedescos. Convengo en que es difícil optar por unos en detrimento de los otros. Cosidero el Quijote la mejor novela de la historia, pero no desdeño por ello la Vida del Buscón. Me parece redonda La Busca de Baroja pero me quito el sombrero ante La corte de los milagros de Valle Inclán. Quizá sean las Sonatas de Valle lectura para pedantes, no aptas a la sensibilidad de todos como acaso lo sean los Episodios nacionales, pero suponen el ejercicio literario más bello de nuestra prosa. Recuerdo con gozo mi lectura juvenil de Trafalgar cuyo encanto seduce a los muchos. Diría a Trapiello que la ubicación entre esas dos corrientes no se elige, se nace para una u otra. En mi caso, ya en la juventud caí bajo la seducción de Quevedo y su mordacidad estilistica. Apreciaba la bonhomía cervantina, pero la hilaridad -faceta muy apreciada por un joven- que ofrecía el Buscón me ganó para su causa. Soy de una tierra de grandes prosistas, Azorín, Miró, etc (digo etc porque no sé a quién más incluir) y reconozco que la misma esencia de mi tierra me lleva a buscar ese estilo vital y luminoso, colorista y epicureo. Agrego que el realismo de Galdós me resulta un poco cargante en Fortunata y Jacinta, que confieso dejé de leer porque no pude congeniar con esa hartura de modismos madrilenos. Tristana, en cambio, me satisfizo mucho. Creo, en suma, que uno no es libre de definirse por una u otra de estas corrientes. La sensibilidad es innata, el mismo temperamento te define.

CONFIANZA

CONFIANZA

 El viento es recio

pero resitirá la morada;

se asentó sobre roca

como recomendó el Maestro.

No consideres la Fe 

como esa brizna de paja

que avienta de la espiga 

la brisa de la mañana.

Cree que  Su palabra es fiel

y su apoyo duradero,

pues no te sacó del arroyo

para negarte luego el cielo.


Vivencias andaluzas

Vivencias andaluzas

 Contaba con que mi viaje por Andalucía daría más de sí. Quizá la razón de esta apreciación se halle en que el tal respondiera, más que a un descubrimiento, a un reencuentro. Tanto en Sevilla como en Córdoba rastreaba los viejos recuerdos, como redescubriendo un antiguo gozo. Como corolario del viaje, he satisfecho la saudade andaluza con la adquisición de un cuadro. Reproduce una estrecha calle sevillana, cuyo fondo enaltece la Giralda. Está firmado por Carlota Rosales, hija del pintor del romanticismo español Eduardo Rosales. ¡Tantas veces he disfrutado de su reducida tela en el que Jeromín (Juan de Austria) es presentado al emperador Carlos V en las dependencias de su retiro en Yuste, que se conserva en el Prado! En el siglo XIX español se prodigaron grandes pintores:  además de Rosales, los Madrazo, Gisbert, Casado del Alisal, Fortuny, y algunos más. El diecinueve es un siglo que contaría con mis predilecciones reencarnatorias si no mediaran sus insuficiencias sanitarias. No me hubiera gustado morir de una tisis prematura, como ocurriera a Keats, a Bécquer, y también, creo, al propio Eduardo Rosales, al igual que a muchos de mis antepasados.

Me cuesta más hablar de andalucía en prosa que en verso, quizá porque su atmósfera se nos transmita más por medio de sensaciones que de pensamientos. En Andalucía el ojo se goza, y, en consecuencia, el espíritu. Su sensualidad nos penetra muy adentro. Su luz, su color, sus aromas, el vibrar de la guitarra, la dulzura de sus vinos. la mujer. Una noche, siendo joven, perdí los frenos en Granada, juntando la noche con el día, y empañé su mañana de belleza ejemplar. Hoy me gozo en recuperarla en la inocencia, en su realidad más sencilla y depurada, la que nos trae la aurora sin mácula, despertando con los rumores del río y el limpio trinar de los pajarillos: los mismos que en los "Campanilleros", esa notable tonada en la que mi madre parece recobrar el cielo de su infancia y yo esa media identidad que corre por mis venas.

En Córdoba hay una fuente


 Hay un recoleto patio en Córdoba

y en medio de su jardín, una fuente.

La belleza de su labra parece tosca,

el gozo está en lo que por su caño vierte.

Su manar no es moroso como arrullo

ni altanero y de chorro vivo,

no es manso ni tampoco altivo,

no llega a estrépito sin ser murmullo.

Su voz es clara y comedida,

de frase corta pero cristalina;

invita el arpegio de su frescura

a saciar la sed del alma pura.

Me recojo solo en una banco

para seguir silencioso su escritura,

y me habla con lánguida ternura

de presente dicha ajena de quebranto.

No dejaría jamás de escuchar su  canto,

la gracia delicada de su melodía,

el claro mensaje de su heraldo

proclamando renovada alegría.

Su risa de piano tintinea

en la pila con sutil monotonía

de cristales. La mañana reverbera

en el agua estremecida.

Creíame a solas con tan íntimo  mensaje,

que sólo para mí fluía su transparencia sonora,

sin darme cuenta que en un banco aparte

a un alma de mujer un mismo manar sazona.

¿Supondrá para ella el mismo bálsamo

aquel claro discurrir del agua?

¿Restañará sus heridas el mismo canto

que sutura las penas en mi alma?






Sevilla ya no es Sevilla

Sevilla ya no es Sevilla

 Sevilla ya no es Sevilla, que me la han cambiao. En mi segunda visita a Sevilla ya nada es lo que pareció. En mi primer viaje yo mantenía la fascinación del sur, el aroma de su atmósfera, la vitalidad de sus jardines, la quietud de sus callejones, la proximidad de su folclore. Su numen poético me penetraba. En alguna de sus plazas hoy bailaban las gitanas, pero mis exigencias ya son menos condescendientes. Dicen que Sevilla huele  a azahar, pero también a boñiga de jaca, que es un olor cuando menos igual de penetrante y de peaje obligatorio a causa del turista. Sevilla. Calor y color de otoño. Azul y blanco hasta donde alcanza el ojo. Placido sueñecito sobre la corriente serena del Betis. Me dejo mecer en el río legendario. Mediodía en la Maestranza. Se siente el pulso del toro. En su museo se exhiben dos berracos disecados, que si uno se los imagina vivos, resoplando y esgrimiendo la cuerna desafiante a la carrera, no dudaría un segundo en huir a la desesperada. Próximos, se exhiben las reliquias de escogidos trajes de torear. Algunos de Curro, uno de mi paisano José María Manzanares. Algunos no nacimos para toreros, ni para el cante, el baile y la guitarra. En esta segunda estancia quizá no he vivido Sevilla hasta sus tuétanos. Tampoco lo he buscado. Me he confortado con unas tapas de pescaito y un buen vino, que acaso no fuera andaluz sino de Rioja. 

Desciendo Triana abajo, y reconozco un barrio menos muerto del que encontré hace unos veranos, cuatro o cinco. Por entonces mi padre aún vivía. Levanto una cortina y descubro la talla de una  virgen abusivamente acicalada( todo en Sevilla es barroco); me barrunto que debe de ser la de la Esperanza de Triana, pero no me preocupo en averiguarlo. La capilla es reducida y nada me invita a permanecer allí. Parece que en Triana nacieron no pocos talentos. Encuentro una placa en la que se hace mención al padre de los hermanos  Machado. Hay que recordar que Antonio nació en la misma Sevilla, en el corral del palacio de Dueñas. Por entonces no vivían en él los Alba. Qué sería de Sevilla sin poetas, como el propio Bécquer, cuyo memorial en mármol  se levanta en el parque de María Luisa y al que acompaño unos minutos desde la soledad de un banco. No sé si antes o después observo la majestuosa tubería del órgano de la catedral, en el que duerme el milagro celeste de la música y del que sabía extraer dulcísimas melodías maese Pérez, el organista de una de sus más célebres leyendas. Asimismo ignoro si se encuentran más vestigios del autor de las Rimas en Sevilla, aunque seguramente debe de haberlas; en el barrio de San Lorenzo, en la escuela Náutica, quizá, pues muchas fueron las huellas que la ciudad bética dejó en su alma y en su peripecia juvenil. La  majestad de la Giralda es difícil de olvidar. Sobre todo cuando te aventuras a remontar sus treinta y tantas empinadas rampas hasta su cima. A mis 64 años logré la proeza; aunque receloso de que mis facultades no respondieran. Hubo sofoco acompañado de palpitaciones. Pero desde aquella altura pude de nuevo divisar Sevilla en toda su magnitud, ese enjambre de blancas edificaciones que rodean a la Giralda y que recorta a un lado el Guadalquivir y su extensa vega. No debe parecer extraño que Sevilla evoque a los poetas. Porque conocerla es sentirla. Si no dejas que su misterio te penetre, nada gozoso sacarás de ella.

Pongamos que hablo de Madrid

Pongamos que hablo de Madrid

 Recalo en Madrid, camino de Sevilla. Me he dado un tiempo para visitar la exposición de Magritte que se exhibe en el Thyssen Bornemizsa. Celebrar la cultura es uno de los pocos placeres que se reservan a quienes ya vamos entrando en años.

Haciendo tiempo hasta el momento en que, en la recepción del hotel, me entreguen la llave de la habitación, realizo un recorrido por la cuesta de Moyano, que queda muy cerca. No sé si es como consecuencia de la Covid o de las cagamandurrias de internet, pero la de Moyano parece una feria muy venida a menos. En cada ocasión que la visito me parecen que son menos las casetas que abren al público, y cada vez resulta más dificultoso hacerse con alguna ganga. No obstante, adquiero ciertos libros. Por ejemplo una primera edición de Austral del Persiles cervantino, y el Tercer ojo, de Rampa, en Áncora & Delfín, junto a Horizontes perdidos, de los viejos libros Reno, tan solo a un euro. Todo muy tibetano. Allá, a finales de los setenta, se tenía una confianza ciega por los remedios de oriente. Me resultan tales libros tan económicos porque los consigo en la caseta de esa vieja leyenda del libro usado madrileño, que todavía despacha en guardapolvo como los antiguos dependientes, y al que se puede contemplar en efigie, homenajeado en la oficina de información turística de la plaza Mayor de la Villa.

Una vez instalado en la habitación hotelera, salgo a la calle para continuar la jornada. Son las dos. Hora de comer tanto en Madrid como en el resto de España. Me decido a entrar en el Museo del jamón. Menús corrientes para economías corrientes. Me ubican en una mesa sita junto a un balcón y desde el que se observa la calle, encarado a un espejo que recubre un pilar. En él me veo reflejado. Muchos escribidores me tendrían envidia, pues miro mi figura y me recuerdo a Hemingway. Obeso, sesentón, barba algo canosa, y embutido en un chaleco de viaje que da a mi fisonomía cierto resabio de aventura. Un chaleco bastante similar, también nutrido de bolsillos, al que usaría el autor de Las Nieves del Klimanjaro cuando marchaba de cacería al África. "Parece el vivo retrato del maestro conjeturaría, al verme, Sánchez Dragó, físicamente tan alejado del Nobel norteamericano"; "Sí, parece clavaó, estimaría boquiabierto y desesperado de envidia Vila Matas". Y así todos los hemingwaianos de pro que ahora no se me vienen a la cabeza.

Durante el resto de la tarde merodeo por Madrid. Visito los templos del libro, saboreo el ambiente de los comercios, juego unos euros a la Primitiva, paseo hasta la plaza de Oriente; En el Arenal me detengo en San Ginés, pero me abstengo de zamparme unos churros con chocolate en la buñolería Modernista. Tal régimen no es recomendable a ciertas edades. Madrid bullanguera y al mismo tiempo íntima.  Cosmopolita y ramplona. Ya al caer la tarde, me siento para tomar una copa en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, que es desde donde escribo estos párrafos. En las mesas del café abundan los ancianos. Preside el gran salón una despensa de licores descomunal, situada al fondo. Tal profusión no la he encontrado en ningún otro bar a lo largo de mi vida. Con ella debe flipar más de un alcohólico. El ambiente es sosegado, silencioso, da para concentrarse, leer o escribir aunque la luz sea más bien tenue.  En el centro del salón, un desnudo de mujer yacente, en mármol, alrededor de cuyo eje gira todo la escenografía de la sala; el techo lo sostienen numerosas columnas que crean rincones de intimidad; cuadros indiferentes decoran las paredes, aunque sólo recuerdo una composición de desnudos simétricamente distribuidos en la superficie de la amplia tela; a veces se oyen deslizarse los pasos de la camarera y el tintinear de vasos entrechocados. Por lo demás, sosiego; algún cliente que cruza raudo al urinario. En Madrid, cae la noche y yo concluyo estos párrafos.

No sé cuánto dará de sí mañana la exposición Magritte, pero ya me conformo con haber vuelto una tarde más a Madrid. Siento descongestionarse el muermo de jubilado.

200 aniversario de la independencia de Mexico

200 aniversario de la independencia de Mexico

 El presidente de Mexico, López Obrador, demanda de España que pida perdón por los desmanes que se pudieron cometer durante la conquista de América. España, simplemente, podría contestarle lo que Jesucristo refiere, a quienes pretendían juzgarla,  respecto de la mujer adúltera: "El que esté libre de pecado, arroje la primera piedra".

Por su parte, el papa Francisco, que debe sentirse urgido de penitencias, ya se ha adelantado a solicitar perdón por parte de la iglesia católica. No hay justo ni aun uno.

Quevedo redivivo


 A ese Quevedo que miró los muros de su patria, si otrora altivos hoy desmoronados, qué poco lugar se le reservaría en la España de hoy. Se dolió de la patria de la decadencia; ¿hubiera sobrevivido a la patria del menosprecio? Qué hubiera despotricado de una patria transgenerada en matria.  El rubor habría sofocado sus mejillas, a él, que apostó por Santiago Apóstol frente a nuestra santa más propia, Teresa de Jesús. Su orgullo masculino repudiaba reclinarse  frente al patrocinio de una  mujer. Entonces la hombría era una virtud, bien lo aprendió de los clásicos, de esos griegos de los que asimiló la areté. Quería para España el vigoroso empeño de Adán y no la componenda doméstica de Eva. En el Madrid de hoy, no se lo encontraría batiéndose a mandobles de Colada en las plazas bajo el covid. Aunque no faltan Pachecos de Narváez a los que aplacar las ínfulas, ni Pablos con los que compartir las jarras de Baco en la madrugada de un figón, ni ramera jugosa en la que mancillarse en el catre del pecado.

 No era don Francisco paradigma de buen ciudadano, pero entonces los dislates no eran incompatibles con el pedigrí. Hoy, no callaría por más que con el dedo el poder demandase silencio e intimidara con amenazas. Quevedo llamaría al pan, pan, chaquetero al tránsfuga, bribón al arribista, caradura al válido, y bergantes a los demás especímenes que abundan en el palco corrido; no habría escatimado dardos con el bufón petimetre ni con el adulador cortesano, ni hubiera remilgado vejámenes a ningún Borbón desdibujado. Meterse para él en pleitos sería pan comido. Ya que...

                                                                La pluma quevedesca era de ley,

                                                                tan ecuánime con un mendigo como con un rey,

                                                                porque para mirarse en el espejo de la honra

                                                                tanto monta el uno como aquél.

Hace varios años que no publico una novela


 Hace varios años que no publico una novela. La razón última de ello quizá haya que encontrarla en la apatía. Mis escasos libros los publiqué en una época de apasionado convencimiento en mi obra, con ella creía estar dando un paso adelante en mi vida. Algunas escaramuzas promocionales corroboraron mi bautismo en las letras. Recibí algunas críticas favorables de conocidos. Después sólo silencio. Al dejar de publicar cesaron los ajetreos y expectativas sobre mi obra. Se ha dado el caso de escritores como García Márquez,o Vargas Llosa que de bien jóvenes su obra fue reconocida, suponiéndoles el pase al éxito en el mercado editorial y a los manuales literarios. Éste no es mi caso; sin embargo, si me resta alguna ambición literaria, he de avanzar lentamente pero con tesón, como las hormiguitas preparando su despensa para el invierno, como las abejas elaborando la miel en sus colmenas. No he de acomplejarme. No importa que seas bueno o malo; la cuestión es ser tu mismo. Crear una obra en la que puedas justificarte. Lo agradeceré yo mismo, mis lectores, Dios. 

Echando un vistazo en una librería, me he fijado en la obra   de Javier Marías. Empezó escribiendo novelas no muy extensas y fue fiel asimismo, perseveró. Hoy ha alcanzado un hueco en el escaparate literario. Sus últimas novelas parecen decimonónicas en cuanto a longitud. No nos olvidemos de la constante dedicación de la abeja. No en vano Napoleón la escogió como símbolo. Escritor, si tienes vocación, persevera. Tal vez para tus contemporáneos pases desapercibido, pero si tu esfuerzo es aplicado y auténtico, con la ayuda de Dios vencerás todas las barreras. Y serás leído, sí, serás leído.

El desván

El desván

 El propio yo urde la tela,

parece inútil liberarse 

del laberinto de uno mismo.

Posar los ojos en el silencio,

penetrar el desván 

de los fantasmas interiores.

Ver la luz. Dicen que en el fondo

de ese pozo brilla la aurora,

mística, impoluta.

Desde el fondo de mi ciénaga

hui para reencontrarme;

he pasado lustros buscando el centro,

el punto desde donde poder orientarme.

Desempolvé los viejos cachivaches,

pero en el desván se habían llenado de carcoma,

y eran ya instrumentos inútiles.

Es necesario renovarse,

dejar que el septentrión

barra la casa y su escombro desechado. 

Sólo entonces la luz naciente 

iluminará las estancias


Dos rincones de Toledo (completado)

 


DOS RINCONES DE TOLEDO

En Toledo, a espaldas de la iglesia de los jesuitas -cuyo campanario constituye una de las cotas de la ciudad desde donde se divisa emulando al “Cojuelo”, en aglomerada retícula, el plano monocromo de sus tejados, en el cual descuellan la mole del Alcázar y, al frente, la vasta fábrica gótica de la catedral-, se esconde una plazuela de agradecido remanso para el caminante. Es uno de esos lugares seculares de la ciudad, aunque la remodelación del entorno antoja ser una obra reciente del consistorio. En su centro, asentado sobre el sólido pedestal, un bronce de su mayor poeta, Garcilaso, vislumbra indelebles lejanías desde aquella quietud recoleta, rasgado sólo el sutil silencio por el trino o el arrullo de algunas aves cuyos vuelos rasgan el añil del cielo. El austero jardín que cobija, de sencilla hermosura castellano-manchega, se rodea de un plantío de laureles y, aquí y allá, melancólicos cipreses elevan su mística perpendicularidad y derraman sus venerables sombras. Meditativos, distraídos únicamente por el revoloteo de los pájaros y la recortada silueta garcilasiana, a la que miramos de soslayo, podemos recuperar algo que nos resulta esencial, pero drásticamente olvidado en las metrópolis modernas: esa paz bienhechora tan fecunda para el hombre contemplativo y tan inédita para ese espécimen del asfalto que se olvidó de Dios. El lugar, sin la menor duda, es idóneo para la tarea espiritual. A nuestro frente, describe su cúpula la iglesia de San Román, cuya planta original remonta a los visigodos y donde el visitante puede encontrar en su nave vestigios del mayor interés. Queda a nuestra espalda, una lacia fachada donde, el descarriado del hormigueo ciudadano de una calle más abajo, no puede evitar la sorpresa al descifrar la placa que conmemora el paso de Teresa de Ávila por aquellos andurriales carpetanos.

Es idóneo el remanso para el que busca soledades en la soledad y se encuentra sediento del abismo insondable del silencio, ávido de calma contrita, absorto en el rumor del tiempo. Tiempo que mana como un río; río que fluye macilento desde lo remoto del recuerdo. Porque el caminante encuentra en verdad esa voz lejana de la paz, el solaz en lo memorable del recuerdo, en la recoleta plazuela de San Román. Allí, de cierto, se da la soledad enredada de recuerdo, y donde el "es" se confunde con el " fue". ¿Será porque en la casona de enfrente moró la "santa", derramando en la letra el libro de su vida, o porque del templo de san Román trazaron su planta, de la cual nos hablan toscos vestigios, los visigodos? De ese porqué no tengo la certidumbre; todo es tan misterioso en Toledo, críptico como su plano, viejísimo de origen, incierto de corazón, acendrado de pensamiento: todo es mestizaje. Junto al aleteo de las aves parece llegar el eco liviano de un zéjel o una casida de Ibn Zaldun.


Repentina, de fondo, suena una campana. Su tañido mitiga el zureo de las torcaces. Redunda su sonido, profundo su mensaje de bronce. ¿Será acaso la voz serena de lo eterno? Toledo descansa su densa historia sobre sus hombros avejentados. El cielo es transparente. Parece renacido, como cualquier simiente, del dolor de un parto. La tímida campana, entre silencios y tañidos, se ha vuelto ya corazón arrebatado y golpea la calma del mediodía. ¿Cuál es la magia de Toledo? ¿Acaso que el hombre se siente más humano y las piedras se hacen moradas y los cielos refutan el tiempo? ¿Cómo hasta esta paz desciende la voz secreta de tu silencio? Silencio que trasciende a través de los muros seculares, por el alargado verdor de los cipreses, en la tersura entreabierta del cielo. Y en el centro, sobre el noble zócalo conmemorativo, se yergue Garcilaso soñando lejanías, exaltado por el pulso de una vida penetrada de siglos.


Las aves sobrevuelan el silencio. El aire mece árboles y arbustos, y un sol pleno dora sus copas. Todo está en todo. Uno son el todo y las partes. Siento que la esencia es toda una, siento que el vivir es más que sueño: realidad contrita, estremecimiento... ¿O es sólo el eco silencioso de Toledo? Sólo sé que, al abandonar la plaza, recé un padrenuestro.


Cuando reemprendemos la marcha, lo hacemos en la confianza de que el denuedo de la santa ayude a rebrotar las fuentes cegadas por nuestro escepticismo y discierna en nuestro interior las claridades de las más secretas moradas.


No muy distante se solapa otro de los rincones memorables de Toledo. No me preguntéis cómo descifrar el intrincado dédalo que hasta allí conduce, porque no sabría resolvéroslo. Sólo sé que hace siglo y medio llegó hasta su empedrada plazoleta un viajero. Tenía los ojos cansados de soñar realidades más puras, el corazón lacerado por las heridas mordientes del amor cruel, la frente marchita por la pesadumbre de ser hombre; pero su espíritu, guiado por las ondas vibrantes de la poesía, divisaba ya los cielos límpidos e imperecederos del Parnaso. Se dice que se recogió entre el columnado del pórtico de la iglesia, cuya puerta siempre cerrada rubrica el rigor de la clausura, y desde allí divisó, aferrada a la forja de una ventana del convento situado a la diestra, el misterio femenino de una mano. En su pecho, entonces, se renovó el amor, la desmesura de ese amor febril y sin concesiones de los románticos, fruto siempre de desenfrenada fantasía. Tal visión caló tan hondo en su alma, que frecuentó el lugar día a día y anheloso vigilaba aquella ventana, aguardando sorprender en ella la misma mano de blancura mística. Cuando volvía a su posada, transportado le dedicó un relato y algunos versos. Soñó que su nueva amada, favorecida por la incertidumbre del misterio, era la más bella y que ese amor sería eterno; pero el celo de la moira, envidiosa del destino de los mortales, rauda cortó los livianos hilos y se lo llevó consigo allende el Aqueronte. dejando la lira enmudecida . El hombre y el poeta era Bécquer; el lugar, Santo Domingo el Real en Toledo. El viajero, afortunado Teseo que ha sabido salir del laberinto y se encuentra frente al pórtico del convento dominico, no se resiste a elevar la mirada hacia las estrechas ventanas del cenobio creyendo reconocer entre las sombras esa mano que aún reclama el amor perdido.



Zorba y Theodorakis

Zorba y Theodorakis

 Anoche, sin que me absorbiera ninguna tarea en particular, salí hasta el comedor y cogí de la estantería el 2º tomo de la obras completas de Nikos Kazantzakis. Me senté en una silla y allí mismo leí el primer capítulo de las aventuras de Alexis Zorba. Seguramente, a esa misma hora, en Atenas, Mikis Theodorakis agonizaba.

Zorba es una novela que siempre he deseado leer desde que estuve en Grecia, pues me suscitó no pocas interrogantes la versión cinematográfica. Me pareció que en el personaje se dejaba entrever bastante de la personalidad proteica de Anthony Queen. La novela describe el camino de iniciación de un neófito cuyo gurú es Zorba. Su enseñanza, más que a la introducción hacia un camino ético, responde a una invitación a la experiencia dionisíaca. La devoción de Zorba a su santuri y al ejercicio de la danza lo conducen en esa dirección; a un arte donde domina el pathos, la pasión. Ya que en cuanto a sus postulados éticos nos encontramos con un hombre inescrupuloso, para quien vivir es liarse la manta a la cabeza, sin prestar mucha atención a las consecuencias. En Zorba parece persistir el paganismo griego, en tanto no le remuerde trasgredir las líneas morales de un cristianismo tradicional. No obstante, Zorba es una personalidad fuerte, virtuosa en el viejo sentido, que no se arredra ante las dificultades y afronta con valor la defensa de sus convicciones. No duda en hacer frente a una sociedad hipócrita y cruel, en la que rige una ley ancestral y draconiana de supervivencia, fundamentada en un pacto de sangre, donde la venganza es ley. Frente a ella se erige como paladín de la libertad. Pero, como digo, en la película encuentro demasiados cabos sueltos, y tal vez tales conclusiones respondan a una interpretación banal de la vieja sociedad griega, de la que hoy día deben haberse perdido muchas de sus claves. Contemos con que tales interrogantes nos las aclare el libro. Mientras tanto, quedémonos con la fuerza dionisíaca que imprimió Thedorakis a su composición, que cuando se la escucha  nos predispone al frenesí de la danza y al goce incondicional de la vida. Con ella, parece renovarse el optimismo. Descanse en paz, Mikis Theodorakis.

Los silencios de Toledo

Los silencios de Toledo

El maestro Paco de Lucía, que como buen músico conocía el valor del silencio, cuando visitó Toledo quedó atrapado por los silencios toledanos. Silencio de sus rincones, de sus callejas solitarias, de sus patios reservados, de sus claustros en iglesias y conventos, de ciudad casi sin automóviles. En tal silencio profundo se maceraban las notas de su guitarra, cuyo sonido entretejía  la callada densidad.

Nuestros oídos están adulterados por la heterogeneidad sonora que nos rodea. No estamos habituados al silencio completo. Si salimos a la calle, nos envuelve el rumor de la ciudad: ruidos de motores, de cláxones, de las obras públicas, de muchedumbres conversando en alto, de vendedores vociferando, de músicas ensordecedoras que escapan de los bares; si permanecemos en casa, el ruido de los hijos si se tienen, de la televisión, de la música si se es melómano, de los diferentes electrodomésticos,  con sus runrunes peculiares, de la vecindad que interrumpe nuestra intimidad con el ajetreo proveniente del patio de luces. 

Fui consciente de esta dimensión olvidada del silencio durante mis viajes. Acaso sea la búsqueda de ese silencio la que me hace volver una y otra vez a Toledo. Fueron sus claustros, el del hospital de Santa Cruz, el de San Juan de los Reyes, el de otras iglesias y conventos hasta donde se me ha permitido penetrar, los que avivaron en mí esa llamada tras la que se esconde el secreto de la realidad. Sin quererlo, llegue a percibir cómo esa nada aparente parecía abrirse camino hasta lo más profundo de mí mismo. A parte del silencio, sólo un sonido parece cumplir para mí esa misma función: el murmullo del agua en las fuentes. Pero, hoy por hoy, primeramente, me siento ávido de conocer qué se esconde en el fondo de mi propio silencio.

Soy un melómano acérrimo. Para mí el día no es día sin música. Incluso cuando escribo escucho música. Pero hoy se ha despertado en mí el anhelo de penetrar cuanto se esconde tras de el silencio. Indagar qué se agazapa bajo sus capas. Pues fue en Toledo, y en su plaza de San Román, donde mi alma presintió que ese silencio guardaba un secreto, el  cual parecía descifrarse mientras yo me entregaba a su sosegada calma y escrutaba el nítido cielo y el entorno silencioso. Dicen que allí moró la Santa. Quizá me quiso señalar desde sus cielos los umbrales de una senda hacia lo eterno. Leo la Biografía del silencio, de Pablo d´Ors.

Arenga

Arenga

 La derrota de Afganistán es una vergüenza para occidente. Que el ejército que desembarcó en Normandía y plantó su bandera en Iwo Jima tenga que pedir permiso para evacuar a los suyos en el aeropuerto de Kabul es un dato que lleva a la reflexión. Occidente debe recapacitar sobre su propia identidad, escudriñar las causas de su debilidad. El recuerdo de quienes fuimos y nuestra mezquindad actual hemos de poner en la balanza, sopesándolas con la antiguas virtudes que nos formaron: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza. Nuestra voluntad está siendo quebrantada y la salud  minada por tenebrosos vampiros que quieren aniquilarnos, falsas doctrinas que nos conducen a la decadencia y al exterminio. El eco de Nietzsche ha sido escuchado, nuestra sociedad ha trasvalorado sus valores, intercambiándolos por otros que solo sirven a su propia ruina. Que estos no coincidan con los que preconizara Nietzsche y se aproximen más a los de un socialismo libertario, no quiere decir nada; tampoco eran referentes muy válidos Zaratustra y Dionisos. La que padecemos hoy es una larga enfermedad que venimos arrastrando, en la que se reconoce nuestra decadencia.. Conducidos por políticos falsarios y oscuros intereses opuestos  a la libertad y la salud del pueblo, nos precipitamos hacia un horizonte de esclavitud  y degradación. ¡ Resurjamos de nuestra actual miseria! ¡Restablezcamos nuestra fe! Recordemos que solo es libre el hombre que no tiene miedo. Es triste que pueblos en la miseria vengan a educarnos. Volvamos el rostro a Dios, solo el triunfa en la batalla. Occidente ha perdido su norte y es un rebaño sin pastor al que devorarán sus enemigos. Yo voy para la vejez pero me apena ver un mundo sin libertad, sin justicia, sin verdad. ¿Qué hemos aprendido de la historia para dejarnos arrastrar a la debacle por su mismo torbellino? Sabemos que en toda opulencia se encuentra el germen de la decadencia. Regresemos a lo valores óptimos, austeros, saludables, vigorosos y confiemos en que la parábola de nuestra civilización no haya encarado ya su tramo de descenso.

La sombra del Talibán

La sombra del Talibán

 La sombra del Talibán envuelve todo el día, ensombreciendo y entorpeciendo lo cotidiano. No es fácil desayunarse con multitudes despavoridas que se sujetan como pueden al fuselaje de los aviones y que caen precipitadas al vacío tras el despegue, ni con aviones abarrotados de desesperados que huyen de una sentencia segura. Las cabezas ruedan con suma facilidad entre esos depredadores del Buskashi. En fin, los Talibanes son esos moros de siempre que no quieren desprenderse de sus chilabas salvo durante la oración en la mezquita, por eso  a veces sus pinreles hieden, además de que, habitualmente, se comportan como moros con sus hembras y tiran a degüello a quien les contradiga. Los americanos les han estado guardando una finca que ni ellos quieren guardar. Con su Alá se lo coman.

El día ha traído otras distracciones. Ha llovido tras unos días de temperaturas extremas. El meteoro ha coincidido con las horas en que acostumbro salir de casa y he tenido que suspender el paseo diario. En consecuencia, engordo. Tendré que imitar a Hemingway en su costumbre de escribir de pie, ya que se me hace muy cuesta arriba hacerlo en cuanto a su calidad. Según se dice lo hacía para rebajar barriga; otro modo de conseguirlo es privándose de alcohol. A esto último nunca se plegó el genial don Ernesto. Dicen que llevaba siempre consigo una petaca de bolsillo, con su cuartito de whisky. Cuando acudía a los toros en la Monumental de Madrid, junto a Ava Gadner, en calidad de padrino, entre faena y faena, echaba el traguito reparador. Dicen también que tal adicción fue fundamental para la contingencia de volarse los sesos con su escopeta de caza. Reconocería en sí mismo al venado moribundo reclamando el tiro de gracia. Probablemente. Durante mi última visita a Madrid, tuve la tentación de agenciarme un envase reducido de escocés, pero me deprimió el paso de trasponer una línea tan peligrosa. Por el momento quiero permanecer en el lado festivo del alcohol.

El correo me ha traído una antigualla de 1972, una vieja edición del concierto de Bangla Desh. No sé por qué Harrison me caía más simpático que el resto de los Beatles; quizá fuese su modestia, su naturalidad. Nos dejó algunas canciones que perdurarán: Something, Here comes the Sun,  While my guitar gently weeps, y otras no menos interesantes. Pensaba aplazar su audición. Pero me parece que me lo voy a cargar entero en esta noche. Acaso fuera uno de los pocos conciertos honestos que se hicieron en la historia del pop.  

¿ Cuándo dejas de ser auténtico y te conviertes en un pedante?

¿ Cuándo dejas de ser auténtico y te conviertes en un pedante?

 ¿Cuándo dejas de ser auténtico y te conviertes en un pedante? O ¿ cuándo la literatura deja de ser virtud para convertirse en vicio? Digamos que tal asunto es la circunstancia de un proceso. ¿Cuándo la literatura prescinde de su labor formativa en tu vida y pasa a ser eslabón opresor de ésta? ¿Cuándo responde a la necesidad y cómo se hace superflua, añadido, trampantojo? ¿Cuándo se pasa de neófito a adicto? ¿Cuándo en literatura se pierde la pureza primitiva para convertirse en desmesura barroca? ¿Cómo se torna de esencia en floritura, de naturalidad en afectación? ¿Cuándo pasa de adorno a quiste? En muchos el adorno embellece cuanto el quiste estropea, cuando no, se convierte en tumor nefando tan extendido que resulta inútil extirparlo. ¿Cuándo las palabras dejan de trasmitir verdad para transformarse en vacua charlatanería, en una muletilla verbal para cuando las cosas vienen mal dadas? La pedantería no es inmediata, se alcanza; se manifiesta como un fruto inesperado. De tal transformación te das cuenta de pronto. Te acuestas ilustrado y te despiertas petulante.

Como escritor principiante perseguía un fin; el mismo de cualquier escritor: ser leído, celebrado. Pronto fui consciente de que se rechazaba cuanto escribía, circunstancia que achaqué a mi falta de calidad literaria. Recibía con un íntimo rictus de desaliento las negativas que se sucedían por parte de los jurados de premios, de las editoriales, de los autores reconocidos  y los licenciados de cenáculo sobre mis obras. Tal repulsa la asociaba a mi falta de tesón, a cierta desidia indolente, lacras que me exigían para enmendarlas una mayor dedicación, un aumento superlativo de folios y borradores al día y una consagración plena a mi biblioteca. En esto sencillamente, queridos afines, se cifra la fórmula que te convierte de cándido lector en erudito alejandrino, de inocente poeta en innovador joyciano, de joven educado en redomado pedante. 

Arde Olimpia


 Arde Olimpia. El humo cubre con un velo la Acrópolis de Atenas, pero no es la primera vez que ese lugar alto es testigo de catástrofes. Peor debió ser el paso de las huestes de Jerjes, que no dejaron en el lugar piedra sobre piedra. Peor también el día en que Morosini lanzó su bomba incendiaria sobre el polvorín que los turcos cobijaban en el Partenón. Estos venecianos no se detenían ante nada con tal de celebrar sus fastos anuales en San Marco. Pero nos privaron de la joya  más resplandeciente de la antigüedad. La vieja República, en su época, tuvo la llave del Mediterráneo oriental. Gracias a ella se le pararon los pies al turco en Lepanto, que había osado amenazar las puertas de Viena. Si ésta hubiera caído en sus garras, hubiéramos perdido a Mozart, no hubiéramos conocido el Vals. ¿ Qué hubiera sido de las porcelanas de Sissi y de la leyenda romántica centroeuropea? Bien está que los turcos retornaran allende el Bósforo, retomaran sus costumbres y sus baños, y se resignaran a las delicias de Topkappi, quedándoles siempre el remordimiento de que la vieja Istambul se llamaba Constantinopla. 

Cuando Grecia arde lo hace también parte de nosotros. Casi la mitad de lo que somos procede de ella; en realidad somos el resultado de una amalgama helenojudeocristiana, con cierta sazón islámica en nuestra España meridional. Sería una verdadera tragedia que la vieja Olimpia fuera devastada por las llamas; las ruinas que han sobrevivido a los siglos, calcinadas. Su gimnasio, su templo de Zeus, su  altar al fuego olímpico, su primitivo estadio cuyos laureles se conocieran en las odas de Píndaro, el excelso aedo. Aún recuerdo que durante mi estancia en ella me maravillaron los bosques que la rodeaban. Las frondas en que se guarecían aves y animales, y chirriaban constantes las cigarras. Olimpia fue uno de los centros de peregrinación de los helenos, junto a Delfos y Epidauro, en cuyos eventos gimnásticos se curtieron las generaciones de Grecia. Una seña de identidad que se vivía plenamente  en la celebración de cada olimpiada, imponiendo un calendario cuyo cómputo prefiguró la historia. Olimpia, corazón del Peloponeso, yugo de Grecia, si las llamas te devoran una parte del mundo perecerá, una parte de mí y de aquellas lágrimas que vertí declamando a tu poeta en aquella remota tarde de verano entre tus lares.

Oyendo Imagine de John Lennon

Oyendo Imagine de John Lennon

 Oigo el Imagine de John Lennon.

Es un tanto a favor de la agenda globalista,

un cúmulo de amables deseos e intenciones,

una rosada utopía de la que nadie participa,

a no ser las muchedumbres cegadas en su sinrazón.

Imagina que no haya cielo ni infierno

-considera el poema en sus primeros versos-,

sólo un firmamento físico sobre nuestras cabezas.

Aquí se delimitan las dimensiones de dicho paraíso,

 del que participa un nuevo hombre amoral,

nuevo buen salvaje roussoniano

que actúa según condicionantes básicos;

reo en un presente sin identidad,

ajeno a cualquier tradición y cultura.

En conclusión, una criatura dócil y roma

en un mundo colectivo, sin libertad.

Afirma su hijo que Lennon propagaba la paz

y reservaba la ira para el hogar.

Aquellos melenudos

cantaron a un mundo de amor y flores

y presagiaron un tiempo indiferente y sin fragancia.

Imagine fue su Oda a la Alegría,

viejo sueño de hermandad,

genio con el que Schiller inflamó a Beethoven,

y que expiró en las barricadas parisinas,

entre adoquines sangrientos y cargas de fusilería.

A la Paloma


 Esa mano que no abarca

la medida del dolor,

puede atrapar la paloma

de albo plumón de la paz.

De un solo trazo

la dibujó Picasso,

trina para el Greco

en el ámbito dorado

del célico espacio,

arropada  entre nubes de trapo,

invitando a la divina dimensión.

Paloma leve,

como de algodón,

arcaica mensajera

de sedoso plumaje

donde la caricia se complace

y sientes como si en los dedos

se estremeciese un corazón.

Paloma, poema que palpita,

blanca de almendro y nata,

espuma y nieve cálida,

de gozo legendario

para quien pudo recoger

el mirto de tu pico

amainado el temporal.

Paloma anónima que levantas vuelo

al paso de mi auto

en las calles suburbiales.

Palomas de paseos y de fuentes,

palomas que picoteáis migajas

en las mesas de las terrazas.

Palomas grises de San Marco.

Mítica y blanca

sobre las aguas del Jordán;

mansa y pura,

abarcando en tu envergadura

la gloriosa potestad.



El fugitivo del infierno

El fugitivo del infierno

 Si te has despeñado

y has contemplado la profundidad del abismo,

si has notado el silencio numinoso

acechando detrás de la oreja,

si has sentido tu corazón 

desgarrado en dos mitades,

y notado como tu mano

se desasía de la diestra del Padre,

reconoce que has perdido

la justicia en lo íntimo, 

la luz que te guiaba;

que has traspasado el límite entre luz y tinieblas

y vagas por el reino subterráneo

sin amigos, ni dicha, reclamando una esperanza.

Reconoce hombre que has perdido,

que has de regresar por la senda hostil

hasta los valles bienaventurados,

donde recuperar la claridad de la inocencia,

 la llave que te rescate,

por el pago de la Cruz,

de la cárcel de infierno.


ÉMULOS DE HEMINGWAY

ÉMULOS DE HEMINGWAY

 Muchos escritores de hoy

quieren ser émulos de Hemingway.

No sólo en su estilo conciso

sino en su vida arrebatada.

Dispuestos a vivir la metáfora

desoladora del Viejo y el mar, 

aunque menos dados a estamparse

un tiro de escopeta a bocajarro,

desconsiderado y mortal.

Quisiéramos ser Hemingway,

crear una obra viva como la suya,

gozar la jarana de un mítico Paris,

burlar al toro en Sanfermín,

abatir caza mayor en África,

arriesgar el pellejo en injusta guerra,

darle al aguardiente y la absenta

sin llegar a alcoholizarnos

ni ahogarnos en nuestro propio vómito.

Quisiéramos ser ese escritor total,

temerario, arrogante, pendenciero, donjuan,

bendecido por el hado y en lo demás genial.

Sin embargo, perdimos París,

somos cobardes, nos aterra morir.

Nuestro sino es teclear y teclear

y volver a teclear,

como Sísifo ha de ascender

con la piedra una y otra vez.

Permitidnos Hemingway, Bukowski, Miller, Celine,

vosotros que conocisteis la rutas del  infierno,

la licencia para soportar este crudo invierno

de la vida con otros argumentos, tan sinceros,

como manejaron Borges, Pla, Azorín,

 Baroja mismo en Madrid, junto al brasero.




El amante lesbiano

El amante lesbiano

 Por las calles de Madrid

los mariquitas andan cogidos de la mano.

No tienen el aspecto aliñado

de los mariquitas de antaño.

Algunos son barbados, atléticos,

de aspecto perteneciente a casas bien.

No llega a ser una desgracia

que el niño haya salido raro,

pues es casi un sello de distinción.

Hoy, hasta en política, se encuentran

cargos que visten camisas floreadas, 

bufandas chic y se embozan

con mascarillas de colores arcoiris.

Sí ellos lo hacen, lo de ser gay

no debe ser ningún desdoro

en la sociedad inclusiva sostenible transgenérica.

Al día siguiente,

hastiado de vagar por Toledo,

en una escapada de circunstancias mal justificadas,

me siento en un café de Zocodover

para dejar trascurrir el tiempo 

hasta la salida del tren

de vuelta para Madrid.

Me refresco con un gintonic

y releo la conclusión 

de El coronel no tiene quien le escriba.

Mientras dilucido si el coronel 

llega a vender su gallo a don Sabas,

observo que en la mesa de enfrente

se ha sentado una pareja femenina.

Una de las mujeres presenta

el aspecto varonil de ciertas lesbianas,

que han desdeñado sus encantos

y gustan ocupar un puesto predominante entre las tortilleras.

Cuando me doy cuenta, compruebo

que me escruta con mirada penetrante, casi insolente,

como si quisiera devorarme o destruirme con los ojos,

encono que desconozco a qué obedece.

¿Será flirt o aborrecimiento tal descaro?

A los 64 he relegado el sexo de mis ocupaciones,

pero en ese momento siento cierta actividad en mis ingles.

¿Tendrá sanción desear a tales mujeres desertoras?

La cópula con ellas vendrá a ser como una riña de boxeo,

y el concubinato, un calvario expiatorio y cruel.

No me atrevo a replicar a su insolencia

y depongo la  mirada, fingiendo hacer otra cosa:

fricciono mis manos con gel hidroalcohólico.

Al fin, con esto, se contenta la jueza inquisitiva

 y reanuda la plática con su amiga,

zanjando el malentendido

y desentendiéndose de mí.

Tal atracción por ese tipo de mujeres,

se remonta al pasado, cuando caí enamorado

de una adolescente rubia con el pelo recortado

y que vestía a lo garçon. Tales

detalles me pasaban inadvertidos

pues yo seguía irresponsablemente enamorado.

Tardé mucho en asimilar la realidad;

incontables desengaños y sufrimientos

fueron minando el deseo,

hasta ver derrumbarse el ídolo desde el alto pedestal.

Por entonces, yo estaba confundido,

mi pecho todavía se inundaba 

con el gozo del amor,

y continué persiguiéndola, intentando

penetrar su intimidad, sin fruto.  

Acabé frecuentando un bar de lesbianas

al que ella solía acudir algunos sábados.

El resultado, la perdí a ella y a mí mismo.

Desde entonces siento una sensación

ambivalente ante las lesbianas.

No sé si la cosa es natural u obra de espíritus maléficos.

En cualquier caso no nos dejemos

amedrentar por la sombra del oscuro deseo.

El diablo anda por ahí buscando a quien pescar.

Por otro lado, (obras son amores y no buenas razones)

me tengo bien ganado el deseo de las marimacho.


Visita a Madrid con Covid

Visita a Madrid con Covid

 Llego al Madrid con Covid. El Madrid de Ayuso, que parece haber plantado batalla al virus. En la capital la vida continúa y parece repuesta de la nefasta pesadilla. Sin embargo, compruebo que alguno de mis favoritos han echado el cierre, como el café del Príncipe o el emporio de artesanía toledana que abría sus escaparates frente al paso peatonal del museo del Prado. En la primera planta se asomaban a sus balcones las figuras más castizas de la villa y corte. En verdad, extraño los buenos ratos en el café del Príncipe, atisbando por sus ventanales el rebullir de Madrid. Allí, durante una tarde en el recuerdo, leí por primera vez el Adonais de Shelley que comprara por la mañana en la cuesta de Moyano. En su reducido salón, pese a la proximidad,  uno se sentía cómodo y se disfrutaba de una intimidad desenvuelta y enriquecedora. Se podía leer y escribir sin ser molestado e incluso pensar aburridamente en las musarañas.

En mi segundo día de estancia en Madrid, durante la mañana, he visitado, con la ociosidad y la gorra en ristre del turista, el palacio de Liria, el buque insignia de los duques de Alba. Para una covacha no está nada mal. Su pinacoteca es envidiable, Rubens, Ticianos, Velázquez, hasta una crucifixión del Greco. Todo a juego con el resto del mobiliario, atrezo, y piezas de colección. No en vano es el linaje más copetudo de España, anterior incluso a los reyes Católicos. La biblioteca, qué decir de la biblioteca, para sí la ambicionarían príncipes. Rica en joyas documentales, como cartas de puño y letra de Cristóbal Colón; códices miniados, libros de horas, y hasta una primera edición del Quijote, de las contadas que deben subsistir. El escrutinio global de sus volúmenes seguramente abarca las decenas de miles.

Hago un paréntesis en el viaje, visitando Toledo. Al contrario que Madrid, parece estragada por el coronavirus. Para quien la ha visitado con antelación, da pena mirarla. La mitad del comercio ha quebrado y la otra mitad pide socorro. Casi todas sus atracciones histórico turísticas mantienen las puertas cerradas: Santo Tomé y el Entierro..., ambas sinagogas, San Juan de los Reyes; solo he podido

entrar en la catedral, inusualmente carente de visitantes. No me queda otra que vagar por las calles estrechas y empinadas de la vieja ciudad. Apenas me cruzo con gente, por lo que opto por quitarme la mascarilla. Las duras rampas que ascienden desde la judería le dejan a uno sin aliento. Vagando errático, desemboco en la iglesia de los jesuitas, también cerrada. Justo detrás se encuentra San Román.

Sería la plazuela de San Román mi rincón de paz en el mundo. Me acomodo en un banco, sopla el viento, doblan argentinas campanas. La estatua de Garcilaso, desde su pedestal, hunde la mirada en el azul infinito. Al fondo, la vetustez de las casas, en la que hay señales de habitación. Otrora allí viviera por un tiempo la santa de Ávila. En el edificio de al lado, poco antes de mi llegada(puedo asegurarlo porque la atisbé desde la cuesta), asomada al balcón había una figura femenina. Las casas acusan su peso de siglos. Sobre los tejados triangulares de tejas ocres se eleva una piramidal cupulilla que da carácter al viejo rincón. La plaza, también, la jalonan tres cipreses, alargados y espesos, que acompañan la vista hacia el cielo. Un cielo nítido, azul, que surcan palomas y avecillas con diagonales vuelos y donde parece vigilar el silencio de Dios. En San Román me recojo y me siento reunido, el misterio del alma parece que congrega su deshilvanada inconsciencia y la define en un solo plano, como un poliedro que mostrara a una sus caras. Silencio. Ese murmullo, ¿es el viento?, o tal vez las voces opacas de las generaciones que pululan en su atmósfera. No me canso del sosiego de San Román, plaza del cielo. Si pudiera escoger, moriría en esta paz de San Román o escuchando el murmullo continuo del surtidor de una fuente. También es San Román parece manar lo vida, una vida que nos viene del hondo silencio de su olvido.

Otra vez dejo Madrid. Apenas me da para revisitar las casa de Lope de Vega, comprar algunos libros y apurar unos cuantos gintonics, Puede que la estancia nos deje algún sinsabor, pero nada es perfecto desde que se perdió el Paraíso. Por eso no descarto volver. Para hacer inolvidable la marcha, decido celebrarlo tomando una última copa en el café Gijón. Me doy una buena caminata hasta Recoletos, pero cuando llego me turba el desgaño. El viejo salón se halla cerrado, con sillas y mesas patas arriba. El Covid no da tregua.

Oír a Garfunkel

Oír a Garfunkel

 Oigo la voz de Art Garfunkel 

interpretando Puente sobre aguas turbulentas,

en una recopilación de grandes éxitos del dúo.

Es una canción que te llena de melancolía,

de añoranza de tiempos que por pasados fueron mejores.

Por ahí he oído que su música

se fundamenta en un breve tema de Bach;

también que su letra habla

subrepticiamente de los horrores de la droga.

No sé. Es el mismo disco, en versión cd,

que oía en la juventud en casa de un amigo.

Nos reuníamos los dos y escuchábamos

una y otra vez el disco en el pick-up

mientras la tarde caía y nos recordaba

el porvenir incierto,

nuestra incertidumbre de jóvenes mediocres. 

Pero hoy el tiempo

ha rodado como surcan las nubes

el cielo durante la tormenta y somos ya casi viejos,

y continuamos siendo mediocres

en tardes no muy diferentes a las de antes.

Aunque, oyendo a Garfunkel, 

me parece estar aún ahí,

en la penumbra de aquella habitación junto a mi amigo,

cayendo la tarde tediosa que despreciábamos,

y por la que hoy daríamos

lo de más valor por recobrarla.

Tal anhelo tal vez sea menos que nada;

apenas una leve constancia de que hemos vivido

o la sentimental nostalgia de alguien que va para viejo


Regresar a Madrid

Regresar a Madrid
Me encuentro tan solo a unos días de viajar a Madrid. Nunca hacerlo ha supuesto tanto. Significa escapar a año y medio de reclusión tanto física como mental. Es como volver ha recuperar la individualidad, esa individualidad que no tiene que ver con nadie salvo con uno mismo. Hasta ahora te habían hecho presa de un mundo socializado, que se conformaba a la movilidad de rebaño, al pánico de rebaño, a la docilidad de rebaño. Ha llegado la hora de romper lanzas, resarciéndose de esa baja vital preventiva que impusieron Sanidad y Pedro Sánchez. Con la más dentífrica sonrisa abolió el uso de la mascarilla, pero una juventud desmadrada, insolidaria y canalla, que es la que se cría en estos tiempos, le ha hecho tragarse su jubiloso pregón. Vamos para la 5ª ola, pero esta vez nos pilla vacunados; aunque para ello tuvimos que soportar una kilométrica cola del hambre. No podrán alegar esta vez que ucis y hospitales están colapsados. Porque quienes estamos verdaderamente colapsados somos los españoles con las restrictivas medidas del Covid, con la inoperancia de las administraciones, con los desfalcos de hacienda, con las subidas energéticas, con la degradación social y económica, con los siniestros ardides, en fin, de esta nueva dictadura. Esperábamos del rey que nos devolviera una parte de nuestra dignidad, pero habrá que esperar una circunstancia más a huevo para recuperar lo que nos corresponde. España parece que rompe aguas; esperemos que no nos nazca un niño borde. 
Por el momento no hay nada que me haga aplazar la escapada a Madrid. Quiero ver con mis propios ojos lo que se cuece allí; ver reverdecer de nuevo el viejo fruto de libertad y verdadera "concordia" que nos dimos en el 78 los españoles. Acuerdo que ha ido degradándose por sus propias debilidades y omisiones y se ha llegado al callejón sin salida de Sánchez. Yo en el 78 hacía la mili, y me estremece comprobar cómo parte de la vieja oficialidad franquista acertó en el diagnóstico de lo que le ocurriría a España si se enfangaba en el laberinto de las autonomías. Ya por entonces catalanes y vascos se marginaban voluntariamente del resto de la tropa. Yo por entonces nada sabía dels paisos catalans, pero algo más del fecundo lenguaje en que se expresaban mis paisanos Azorín, Gabriel Miró y Miguel Hernández.

A FELIPE VI, ANTE LA FIRMA DE LOS INDULTOS

A FELIPE VI, ANTE LA FIRMA DE LOS INDULTOS

 A FELIPE VI, ANTE LA FIRMA DE LOS INDULTOS

Ay!, Felipe de mi vida,

nunca te viste en la disyuntiva

de tener  que cortar el pastel

de una España dividida.

Renunciar a la vieja España

de Fernando e Isabel,

que usufrutuada en su hazaña

también la Catalunya  fue,

te causará mayor estrago

que el más amargo purgante,

pues del reino eres garante

y de su unidad has de dar fe.

¡ Tiemblen ante ti golpistas y endriagos,

de la ancha España te sientas Campante

como lo fue el Cid sobre los infieles pagos

y Caballero don Quijote sobre Rocinante!




O SÁNCHEZ O NADA

O SÁNCHEZ O NADA

 Durante toda mi vida había vivido de espaldas a la política. Intentaba pasar sin inmiscuirme en asuntos en los que un hombre de a pie acostumbra naufragar. Yo llevaba mi existencia gris y dejaba que las altas instancias dispusieran cuanto se desarrollaba a mi alrededor. Hacía como el caracol; cuando soplaba la borrasca yo me introducía en mi caparazón esperando la bonanza. Con las bendiciones del nuevo sol solía emerger, y entonces me topaba con el nuevo amanecer al que había que adaptarse, aun tratándose de un paisaje de muchas maneras hostil. Durante cuarenta años me afané por que no me faltase cada fin de mes el modesto salario que establecía el convenio laboral. Mientras contase con tal migaja, subsistiría sin entablar diálogo con el mundo circundante, con quien había establecido un armisticio nivelador de la guerra perdida contra el mismo. Pues de la guerra entre el ego y la globalidad, salí malparado. Me tocó la senda del perdedor. Perdí mi batalla y hube de refugiarme en el redil. Me consolé con la frase de Cristo: ¿Qué ganará el hombre, si ganase el mundo y perdiese su alma? Tal frase encierra más sabiduría que ninguna otra consideración sobre el valor de nuestra vida; es una frase que se halla muy por encima de la vanidad del deseo.

Mas hoy, en la madurez parecen renovarse las perspectivas. He saldado el compromiso laboral con el beneficio de una pensión modesta, recortada por la legislación podadora de las jubilaciones prematuras. Comprenderán que a los 63 años, después de 37 de duro trabajo manual, un hombre sensato no vacila en su decisión. Cualquier cosa es preferible a seguir manipulando, que no es paja, 10 toneladas diarias de material tóxico con el fin de alcanzar la pensión tope y sustantiva pero a un precio ya inasumible para la salud, por lo que considera lúcida la decisión de conformarse con la retribución recortada y decorosa, la cual apenas rebasa los 1000 euros. No pocos parias subsisten con la mitad.

La política nunca me había interesado, pero en este año de encierro he tenido tiempo de impregnarme de ella. Alardea el socialismo de cuidar al obrero como la gallina a sus polluelos. Pero yo creo que desde que llegó Sánchez al poder no he recibido ningún beneficio. A los dos meses de jubilarme saltó la pandemia. Pasamos recluidos 2020, y en el 2021, cuando todo prometía que las aguas volverían a su cauce, recibo unas cuantas sorpresas: 1ª el ministerio me manda una carta felicitándose con la subida de las pensiones, alegría de la que no puedo participar pues a mí, teniendo en cuenta la retenciones del irpf, me correspondería cobrar una cantidad inferior a la que la seguridad social señaló que me quedaría con la jubilación anticipada. 2ª en la declaración de la renta de este año, Hacienda, acogiéndose al impago (no cobro por parte de ella) de las retenciones correspondientes a 2020, a la amortización de mi plan de pensiones, del que ya se había usufructuado el banco, sin cobrar por mi parte renta alguna, y por cierto capitalillo pendiente de cobro, me exige el pago de 2000 euros, contantes y sonantes, cuyo abono fraccionado no puedo solicitar pues en la delegación correspondiente resulta imposible conseguir una cita previa. 3ª En abril me pusieron la primera dosis de la vacuna, AstraZeneca, por decisión inapelable del gobierno; pero ahora resulta que la segunda dosis, cuya fecha de administración ha sido anulada, queda en suspenso, ignoro por qué misterio del ministerio de Sanidad.

El caso es que pretendía irme unos días de vacaciones, del 9 al 14 de Julio, ya vacunado. Espero no tener que suspenderlas por incompetencia institucional.

Y El caso es que no sé, Sánchez, cuantas plagas más voy a padecer bajo la tutela de esta nefasta administración. Lo declara un confeso apolítico.

Bukowski

Bukowski

 Leo, en la librería de El Corte Inglés, unos párrafos del libro "Mujeres", de Bukowski. Su título responde no a un feminista sino a un promiscuo, Siempre mantuve hacia este escritor norteamericano un higiénico distanciamiento. Su semblante luciferino, de hombre trabajado por el vicio, y su ascendiente sobre cierta literatura marginal española me hicieron precaverme frente a cualquier influencia. Dicha aversión se rompió cuando tuve referencias de su poema "Incendio de un sueño", en el cual me conmovió reconocer que aun en este hombre transgresor puede residir una semilla de espíritu puro. A raíz de esta lectura, frecuenté algunos de sus breves comentarios que abundan en las redes, muchos de ellos procaces, reveladores los más de su condición marginal. De todos ellos, hubo uno que me conmovió singularmente, pues en él puede encontrarse cierta virtud, incluso algo de ternura: se titula Primer Amor. Relata cómo, de adolescente, guareciéndose bajo la ropa de cama e iluminándose con una lamparilla, leía y releía libros sacados de la biblioteca pública hasta que las sábanas parecían humear, libros cuya lectura su padre censuraba y ninguneaba con ánimo despótico. Lentamente fui cobrando hacia el ilustrado Bukowski cierta empatía. Tal vez se fue reblandeciendo mi intransigencia burguesa, al punto que más adelante compré su novela La Senda del Perdedor", que no sé cuando leeré pues los libros no leídos en mi biblioteca superan a los contrarios. 

Con Bukowski se ha de ser prudente si no quiere uno dejarse enredar. No sé si todo cuanto escribía era biográfico o ficticio, o biográfico fanfarrón o ficticio suplantativo, o de dónde o hasta dónde lo uno u lo otro. Su estela es la de Hemingway y Henry Miller, sobre todo con este último hay bastantes coincidencias. El caso es que si se cae a pie juntillas en su trampa, lo primero que se impone es un sentimiento de rechazo o, perjuicio más grave, que quedes atrapado en su retórica. En tal libro Mujeres, novela o crónica, cuyo narrador-personaje es un escritor quizá trasunto del propio autor, confiesa que escribe todas las noches, de media noche al amanecer, entre diez a veinte páginas mecanografiadas, al tiempo que engulle una botella de whisky peleón y cinco cervezas, como Balzac despachaba sendas cafeteras para procurarse el insomnio en el que pudieran fecundar sus novelones. De semejante dieta no resuelvo que propicie la inspiración, a no ser que se llame uno Bukowski. Dicho dato, insisto, no puedo corroborarlo con garantías, aunque lo pregone la obra, pero opino que no hay libro que justifique semejante régimen de autoinmolación. Por mi parte tras un segundo culín de whisky dejo de dar pie con bola, y confieso que antes de concluir cualquier novela con semejante pauta me quitarían de en medio, ya fiambre por una cirrosis hepática o una perforación de estómago. Lesión, por cierto, de la que el escritor norteamericano fue víctima en su madurez, tras cuya convalecencia, presumimos que ascética, resurgió como poeta. En Bukowski parece hacerse virtud el desenfreno, lo mórbido, lo autodestructivo; pero tal es el gancho con el que pesca a sus admiradores, los fieles a ese romanticismo decadente llamado malditismo. Su lenguaje procaz y epatante es el que los selecciona. Entre los disolutos es un celebrado colega. Nunca faltan pesimistas marginales dispuestos a imitarlo.

Página espuria

Página espuria

 Siento ansias de escribir, pero la inocupación obstruye la inspiración. Los mil euros del estado causan estragos. Llegar a la jubilación para reconocerse de explotado a mantenido. Todo el universo es objetable, y solo nos queda teclear y teclear. El hastío cala demasiado hondo llegada la madurez. A Sánchez Dragó le han declarado reo de lesa jubilación. Te apartan de en medio, cuando en absoluto has pronunciado tu última palabra. Me siento pletórico, ¿será el whisky? Excusad si éste me tira groseramente de la lengua.

Hay que volver a empezar, y no es una película de Garcí. Quizá nos esperan los años más fructíferos. Sólo queda vencer la pandemia. La segunda dosis, ¿ cuándo llegará? Me han condenado a la AstraZeneca. Tengo reserva en el hotel Mediodía de Madrid. Volver a este nuevo Madrid debe de ser una auténtica gozada. Después de pasados los cuarenta y tantos mi voto fue para la derecha, pero nunca me había alegrado tanto de un triunfo político como con el de Ayuso. Este gobierno...mejor no decir nada. Incluso en los más oscuros tiempos, el individuo gozaba de cierto grado de libertad; si no podía ser señor en la calle, al menos era el dueño de su hogar. Pero con los nuevos planteamientos, con los nuevos y juveniles gobernantes globalistas el ciudadano debe pedir permiso hasta para santiguarse, sospechoso de haber transgredido lo políticamente correcto o cualquier otra regla contra la igualdad. ¡Qué tiempos los de Antony Queen cuando dijo: Si no fuera machista sería maricón!


JOSEPH RATZINGER, ORA PRO NOBIS

JOSEPH RATZINGER, ORA PRO NOBIS
Leo en medios cercanos al catolicismo que sólo la sagrada forma, en la que se transustancia el cuerpo de Cristo, y las oraciones constantes del anciano papa emérito, Benedicto XVI, preservan al mundo del avance del anticristo. Semejantes afirmaciones no dejarán de suscitar reservas en buena parte de la cristiandad que no comparte el credo católico. Entre los protestantes, porque ya en sus inicios convinieron que el pan y el vino de la eucaristía no perdían su prístina condición tras la dispensación del sacramento. Y entre los ortodoxos, porque objetarían que por qué el jubilado Joseph Ratzinger y no el mismísimo patriarca de Constantinopla sería la figura idónea para asumir tan decisivo ministerio.
Pero no debemos minusvalorar tales temores si analizamos las encrucijadas a las que se enfrenta el mundo de hoy. Desde que Nietszche preconizó su transvaloración de los valores, durante el siglo XX se fomentó una deriva que nos ha llevado hasta el panorama del actual humanismo postmoderno. Un movimiento que enjuicia a Dios en cuestiones de bondad, y que adecenta, no sabemos si con Chanel Nº 5, el aspecto de la corrupción sodomagomorriana, presentándola como una orientación inocente. Ese mundo mejor que se preconiza, el de las virtudes trastocadas, el del derecho sin deber, el de las convicciones relativas, el del consenso inconsistente, el de la posverdad, la espuridad, y el descarrío de unos futuros cuarenta años de errar por el desierto, ¿ no nos reclama la devoción por Ése en quien se dejaba transparentar la verdad y al que Pilato, que conocía el mundo, contestó?: ¿Qué es la verdad? Buena falta hacen, en esta hora, oraciones como las de el papa Ratzinger, que ayuden a frenar a los nuevos conductores de rebaños que, con la promesa de una nueva tierra prometida, nos encaminan a la boca misma del precipicio. Claman los próceres: ¡La vida política se está polarizando! No se dan cuenta que ya se ha creado el abismo de una sociedad dividida. Joseph Ratzinger, ora pro nobis.

Reyerta

Reyerta

 Cuando se ha sangrado de pasión

cualquier otra herida es fría como muerte,

fría como el acero enemigo

que trata de ahogar el pulso ardiente

que todo lo arrebata.

Cuando se apaga la pasión,

vivir es caminar muriendo,

mirar cuanto nos rodea

con la ceguera del cadáver,

con la indiferencia del tiempo sin objeto.

No hay mayor voluptuosidad

que sucumbir en la reyerta

nocturnal de dos aceros encontrados

por la propiedad de la hembra,

unciendo perpetuos lazos

de crimen y de celos,

en un rito de fertilidad y muerte.

Si has apurado hasta las heces

el cáliz candente del deseo,

no encontrarás paliativo

que supla su narcótico.

Triunfar en duelo por la carne

es vencer en ese instante

toda la futilidad del hombre,

la insignificancia de su trance pasajero.

Sólo si ganas a la hembra

por acero y por la sangre

vivirás el apoteosis de la carne.

Conciencia de ser

Conciencia de ser

Si se frecuentan las mercalibrerías que hoy día dominan el comercio del libro, se constatará que se compagina la venta estricta con otras actividades de animación cultural, entre ellas la presentación y divulgación de libros recientemente publicados. Se reserva un espacio para los autores, desde donde  llevar a cabo la promoción de su obra. No me queda más que decir que tal asunto me parece un tarea ominosa. Me gusta escribir, pero no tengo complejo de prima dona. Recuerdo las jornadas de unos años atrás en las casetas de la feria del libro como una experiencia entre la alcahuetería y la vanidad. Para los autores casi desconocidos, que no han tomado posiciones en la arena de los medios de comunicación, desprenderse de algunos cuantos ejemplares de la tirada se vuelve una gravosa tarea a brazo partido con - iba a decir el lector- el despistado que se aproxima a las casetas con la ñoña intención de que lo entretenga un contemporáneo titiritero, cuyo propósito es despabilar al curioso del sopor intelectual interclasista. Cada día que pasa, me siento más desligado de ese papel del escritor como entretenido. Porque, la verdad, yo no escribo para entretener los ocios sociales ni para distraer el tiempo de fulanos y fulanas que no tienen cosa mejor que hacer. Escribir es una lucha sin cuartel contra la desesperanza, un desesperado mensaje que el náufrago arroja a sabiendas de que se perderá en el mar. No se escribe para asentir, sino para hacer valer el orgullo de disentir. Escribiré contra viento y marea; no para que menganito me lea, sino para reafirmarme en mi conciencia de ser, en mi voluntad de poder.

Los crímenes apócrifos de Billy the Kid (Relato breve)

LOS CRÍMENES APÓCRIFOS DE BILLY THE KID







Billy the Kid desenfundó su colt 45 y apuntó al coyote que aullaba lastimero sobre un risco, bajo una luna fría. Sobó las cachas de su revólver, en cuyo marfil habían tallados glúteos femeninos que se amoldaban perfectamente a la anatomía de la mano y que daba placer acariciar; pero no quiso malgastar su plomo con un coyote solitario que lo había despertado de su profundo sueño junto al fuego. Billy se arropó con su manta de pelo de bisonte, requisada a un piel roja a quien sorprendió fornicando bajo un roquedo próximo a Monument Valley. En tal ocasión, se acercó con sigilo hasta el salvaje, desprevenido por su denuedo erótico, y lo liquidó de un tiro traicionero en la nuca. Tras enmendar con la mujer india los tres meses de abstinencia forzosa, consecuencia de sus largas cabalgadas por el desierto huyendo de la justicia, la mató y se llevó las pieles del improvisado tálamo, dejando los cuerpos al albedrío de buitres y alimañas.

Con los primeros claros despertó Billy. De su alforjas extrajo un cazo desportillado, en el que preparó café, o cierto serrín oscuro adquirido en un store de Toobstone, el cual acompañó con una loncha de tocino, requisado del morral de un mejicano al que sorprendió orinando tras de un árbol, a unas millas del Paso. Le incrustó tres balazos a bocajarro y explicó al agonizante que lo había agujereado por guarro. El charro derramó unas postreras gotas por su bragueta entreabierta y expiró. Billy apuró un último sorbo de café y, a continuación, fregó con tierra el recipiente, para guardarlo, junto con las sobras de tocino, en las alforjas. Se encasquetó el sombrero, aparatoso y deforme, y montó en su yegua baya, que no perteneció al mejicano que orinaba, pues aquella la había reventado huyendo de la justicia por lo eriales transfronterizos, sino a un cawboy de Texas que se negó a pagar la consumición del Kid en una cantina.

--Vaquero, ¿pagarás mi whisky, o´kay?- espetó Billy

--Ni lo pienses, forastero- replicó el infeliz cawboy.

--Este hombre ha hablado por última vez- sentenció Billy, desenfundando sus colts y disparando tres balazos en el pecho de su oponente, antes de que éste pudiera echar mano de su revólver.


Abandonando sin melindres la cantina, y santiguándose, el homicida espoleó a la yegua con sus robinadas espuelas y partió a galope tendido, camino de Fort Summer, donde lo aguardaba con cierto asunto su amigo Patt Garrett. A las dos horas de marcha, tiroteó a una serpiente cascabel que se retorcía y silbaba al borde del camino. Descendió de la cabalgadura, y desenvainando su cuchillo de monte, decapitó al réptil. Guardó como trofeo el cascabel de la cola, el cual contemplaba alelado cuando lo agitaba como un sonajero, y el resto del ofidio lo devoró caninamente durante la comida de mediodía. Después de una dilatada siesta, propiciada por tan farragosa digestión, reemprendió la marcha.

El Kid restregó su trasero calloso sobre la silla de negro cuero, adornada con bellos remates en plata, que sustrajera a un influyente ranchero en la inmediaciones de Lincoln (New Mexico), cuando este cabalgaba por un camino poco transitado, en compañía de sus dos hijas menores, que lo seguían en un tílbury. Acribilló al anciano y violó a las hijas sobre el polvoriento terreno, para luego asesinarlas sin miramientos, de tiros certeros en el sexo. Fuí el primero y el último, se vanaglorió Billy, y escupió sobre las que fueran vírgenes y vivas minutos antes. No tuvo remordimientes ante sus cuerpos maltrechos, a los que dejó insepultos, adueñándose luego de la silla y el caballo del ranchero, y huyendo de su crimen como un torbellino, eufórico y sanguinario, ululando como un apache ebrio.


Se le vino la noche encima sobre la cabalgadura, pero no se detuvo a acampar, sabedor, tal vez, de que aquella noche le depararía alguna nueva orgíastica y morbosa aventura. Después de una hora larga de calbalgar en las tinieblas, vislumbró una débil luz en los límites de un vallujo carente de vegetación, como lo eran todos en la reseca Arizona. Era una granja humilde, de la que, conforme se aproximaba, brotaba una festiva música de baile. Billy pensó, con sus sesos curtidos por el sol y las refriegas, que nada más presentarse en la fiesta bailaría con la más guapa, pues para eso su pistola era la más rápida del oeste. Billy fue hasta su muerte un eyaculador precoz.

Los perros, al sentir el tamborileo de los cascos de un caballo sobre el polvoriento camino, o acaso al husmear el sudor apestoso de meses del jinete, comenzaron a ladrar desaforados; pero no se atrevieron a atacar al intruso, porque quizás intuyeron que tendrían que vérselas con el plomo más letal del farwest.

Billy allanó la casa sin ser molestado por los mastines. Cuando los allí reunidos lo sorprendieron con las manos amenazadoras, asidas a las culatas de sus revólveres, pararon la música y cesaron el baile, observando al intruso con ojos espantados de sorpresa. El dueño de la granja se adelantó con coraje, y preguntó:

--¿ Qué buscas aquí, forastero?

--He venido a bailar con la más guapa- sentenció Billy que, aunque neoyorkino, demostraba los toscos modales de un habitante del más zafio poblacho de Arizona.

--En este territorio somos gente hospitalaria, aborrecemos los pleitos y gustamos de ahorrarnos complicaciones; así que pase, muchacho, es usted bienvenido- declaró el granjero, que desconocía la fama y leyenda de Wiliam Booney.

Billy ordenó con su voz seca de aguardiente y desierto que la música continuase y que las parejas reanudasen el baile. El único violín se entregó raudo a rasgar su instrumento, siguiendo el alegre compas con la puntera de su bota. Frente a él las parejas bailaban. El invitado tomó asiento en una banqueta, situada en un ángulo de la sala, después de apropiarse de una botella de whisky en el pequeño ambigú dispuesto para la fiesta. Desde su rincón estudió el panorama y catalogó a las muchachas, según su atractivo, las cuales se contorsionaban y giraban frente a su mirada libidinosa. Tras un breve titubeo, al fin se decidió por la que sería la última mujer que sacó a bailar a Billy the Kid. De su chaleco extrajo el forajido un reloj de oro y comprobó la hora, como tantas veces hiciera su anterior propietario; un empleado de telégrafos de Silver Citty, que en un día lluvioso de marzo se negó a enviar gratuitamente un par de telegramas amenazadores al ganadero Chissun, dictados por un joven barbilampiño y pelirrojo, que sabía a Irlanda y hedía a sudor y a semen. Cuando rehusó por segunda vez tal demanda, tres balas lo atravesaron a bocajarro.

Billy, vuelto en sí por el bullicio de la fiesta, guardó el reloj, afectado por una mórbida nostalgia, después de admirar lascivamente la fotografía de mujer, adosada en la tapa. En verdad, al hermoso reloj sólo le restaba la melodía de un carrillón para ser perfecto y digno del revólver más rápido y matarife del farwest.

Cuando Billy se dirigió hasta la elegida, ya con medio litro de alcohol en el cuerpo, la sacó a bailar, o a machacar con sus botazas los diminutos pies de la muchacha, mientras empellaba a las demás parejas, sarcástico y ebrio. Para poner fin a tal comedia, harto de baile y música, enarboló su colt 45 y disparó cuatro veces al aire (Ignoramos por qué cuatro). Y al desvanecerse los últimos ecos de las detonaciones, apretando el cañón de su revólver sobre la sien de la muchacha, gritó:

--¡ Si me siguen, la mato!

Los reunidos quedaron atónitos y escépticos ante aquella circunstancia inesperada. Nadie se movió. Temieron frente a la desesperación de un forastero ebrio. Billy se llevó consigo a la muchacha sin que le presentaran abierta oposición. Situó a la chica sobre la montura y él se encaramó a la grupa. Partieron al galope, haciendo resonar una orgía de disparos y alejándose con rapidez del peligro de los winchester que retumbaron vacilantes tras él en la noche, y que no se prodigaron, por temor de herir a la raptada.

El rijoso Billy estaba ávido de beneficiarse a su presa; la poseyó tras unos arbustos próximos a un riachuelo de aguas turbias, pero no la mató al concluir el coito. No se sabe bien por qué, aunque se sospecha que no lo hiciera porque quizá fuera la única mujer con la que tuvo una eyaculación satisfactoria y no a destiempo. A la muchacha la encontró la patrulla organizada para la venganza a la mañana siguiente, amoratada y maltrecha; seminconsciente pero con vida. No descubrieron en los alrededores pista alguna del violador que poder seguir. El cauto Billy había borrado en su huida todo rastro.

William Booney cabalgó sin descanso hasta el mediodía, momento en que se detuvo a comer unas galletas saladas, que introdujera en sus bolsillos de la mesa con las viandas servidas durante la fiesta. Luego, tras una breve sueño, retornó a su montura, para no apearse hasta la caída de la noche. Acampó en un páramo yermo, rodeado de colinas arcillosas, y escuchó nuevamente el aullido del coyote. Aquella noche, soñó que asesinaba, sin parpadear, a siete pistoleros de Chissun en una cantina de Tuxon. Se sentía pletórico y capaz de acabar con una tribu de apaches mezcaleros si se lo propusiera. Soñó también con la mujer a quien violara unas horas antes, más no la pudo imaginar más que en su pubis y sus pechos. Se esforzó por encontrarle un rostro, un alma, pero Billy era demasiado joven para distinguir el alma de los hombres. Impotente, Billy the Kid lloró sinceramente por primera y última vez.

Amanecido, se vio recortarse su silueta desgarbada y avanzar por la llanura inmensa, hostigado por el tórrido sol que espejeaba en los desperdigados esqueletos de reses calcinadas sobre la llanura desértica. El Kid, sin embargo, había visto demasiada muerte como para fijar su atención en unos cuantos despojos de res, visitados por los cuervos o algún buitre solitario. Se detuvo, se incorporó sobre la silla, secó el sudor de su frente con un pañuelo, y sacó una petaca, la cual sustrajo en su día al sheriff Brady, tras un tiroteo recalcitrante, en el que el alguacil perdió la vida de un balazo certero en el rostro. Divisando el horizonte, y apartando de sí viejos recuerdos, el forajido más buscado del oeste se echó a la boca una onza de tabaco, cultivado por manos indigentes y enemigas de negro. Sin dejar de masticar la áspera hierba, hincó las espuelas en los ijares de su overo hasta teñirlos de sangre, perdiéndose su silueta en un fondo de colinas erosionadas y valles desolados.

Aquella misma noche hizo su entrada en Fort Summer. El villorrio estaba a oscuras. Era una noche plácida donde no se presentía el peligro. Billy se dirigió al trote hacia la cantina, en donde saciar la sed del yermo. Pero en el trayecto un rifle asomó de la noche y una bala certera frenó su carrera atolondrada. Un rayo de luna iluminó el rostro emboscado de Pat Garrett. Billy mordió el polvo por primera y última vez. Retorciéndose de dolor en el suelo como una alimaña, ya sólo apremiaba el tiro de gracia. Garrett dejando las sombras, se acercó hasta el herido y lo remató allí mismo sin vacilaciones.

--Si hubiera sido inteligente, podría haber llegado a gobernador- dijo Garrett, convencido de que América era una hermosa tierra de oportunidades.