DESDE LA CUMBRE DE MICENAS

Micenas constituye ese núcleo primordial e impreciso de la protohistoria griega; en ella se reconocen los reducidos vestigios que nos han quedado de su edad heroíca y de una lengua arcaica, interpretada de estelas dispersas y denominada escritura lineal A y B. Para muchos representa un bastión continental de la misteriosa civilización minoica, con cuyas estructuras ciudadanas se encuentran evidentes paralelismos. Básicamente se encuadra en el tipo de ciudad palacial, que como Cnosos prefiguraron el modelo de civilización entre los llamados Pueblos del Mar. En definitiva, es ese eslabón lleno de incentidumbres que sirvió de puente para esa otra civilización que floreció poco después en Grecia, procedente del mundo dorio y que se configuró en deslumbrante paradigma a lo largo de las generaciones.

Micenas, como una buena parte de la arqueología más fundamental, debe mucho a la intiución de un hombre: Schliemann. El fue su descubridor, quien supo desentrañar de la caprichosa topografía el enclave que la ocultaba bajo capas de estratos, indiferencia y olvidos. Su fe hizo posible que, en medio de un paraje montuoso escondido bajo el sedimento de los siglos, aflorara el milagro de la Puerta de los Leones, bajo cuyo portal de ciclópea mamposteria quizá partiera para su guerra lejana el átrida Agamenón. Porque creer en su realidad histórica reúne idénticas propabilidades que en su tiempo tuvo la, por tan largo período, ensoñación de Troya. Schliemann apeó al mítico Homero de lo fabuloso para entroncarlo en esos cimientos reveladores que cuentan su sucesivo devenir y hacen cada día más verosímil el conflicto de Ilión. Y si estas piedras dan testimonio de su veracidad histórica, por qué no la epopeya de ese ciego portentoso no pudiera ofrecer la legítima constancia de una era no menos portentosa e inverosímil.

Desde la atalaya de las terrazas de los palacios de Micenas se contempla un magnífico panorama de las tierras griegas, que extiende su corteza agreste hasta diseminarse en la lontananza con el suspiro ronco y trascendental del mar. Al otro lado del sendero, hoy carretera comarcal, que serpea faldeando la cumbre de Micenas se encuentra ese enigmático cenotáfio denominado la tumba de Agamenón. Al entrañar en su críptico espacio uno puede plantearse haber vivído una experiencia única o cuando menos haber participado en un acto de honda significación, en un descubrimiento inusual del que deben proliferar cuantiosas y transfomadoras lecturas. Una experiencia singular en este sentido es la que describe Henry Miller en su libro El coloso de Marusi. En verdad, penetrar ese espacio infrecuente debe sumergir a su protagonista en la misma confusa incentidumbre que envuelve a quien profana el silencio legendario de una pirámide egipcia. Al menos, esa fue mi más inmediata vivencia de turista curioso, que no pudo resistirse tampoco a la irrenunciable instantánea frente a su pasadizo como ante la majestuosidad arcaica de la Puerta de los Leones, único lienzo de murallas que permanece en pie en Micenas y cuyas piedras nos hablan de que una vez existió una ciudad por cuyas puertas desfilaron en busca de gloria marciales guerreros y elevó un altar a los cielos donde aplacar la furias oscuras durante la adolescencia humana, en un acontecer en el que se nos convence que acaso los hitos de la historia no sean por una vez sólo un vano espejismo.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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