HISTORIADORES GRIEGOS

Siguiendo ese itinerario que traza nuestra parábola biológica, etapas en que se diversifica nuestro desarrollo en el tiempo, podemos clasificar la historiografía griega atendiendo a esos tres o cuatro momentos fundamentales que constituyen la andadura humana: infancia, juventud, madurez y ancianidad.

Durante esa primera etapa pueril de la historia,  nos encontramos con un protagonista, aún lactante, que se alimenta de mitos y leyendas, los cuales llegan hasta sus oídos transportados por un aedo ciego. Será luego reconocido como Homero, y a través de sus versos les ayudará a aprender las fabulosas empresas en las que se irá forjando su peculiar identidad, durante un período caracterizado como edad oscura, pero que para un pueblo en desarrollo se identifica como ese necesario nutriente que se asimila del pecho de la madre, como el héroe se amamantaría de las ubres de una diosa fértil. Homero creó, sublimándolo, ese primer periplo de los pueblos helenos, precisando los contornos que más tarde los definirían como nación  excepcional pero con un perfil sin cohesión.  En su epopeya asentó esa memoria colectiva sin cuyo fundamento los naciones se descarriarían en orfandad y sin protagonismo histórico, cegadas al verdadero valor de su destino. Con la creación de sus héroes aportó la legitimación de un orgullo que luego dio alas al espíritu griego. Sin Aquiles y Ulises quizá no hubieran existido jamás Maratón, las Termópilas o Salamina.

Pero hagamos constar que la historiografía propiamente dicha se inicia en Grecia con Heródoto, considerado por muchos como el padre de la historia; él representa la verdadera juventud de esa sistematización que propugnamos al principio. Oriundo de Halicarnaso, en la costa Caria, hoy perteneciente a la actual Turquía, pero que entonces formaba parte de ese importante asentamiento griego conocido como la Jonia, Heródoto fue el verdadero cronista del mundo antiguo. Incansable viajero, le tocó vivir algunos de los principales acontecimientos que conmovieron su época, como fueron las guerras médicas, esas sucesivas invasiones del territorio helénico acaecidas bajo el reinado del persa Dario I y de su hijo Jerjes. Bajo el primero tuvo lugar la legendaria batalla de Maratón, donde una pequeña comunidad de pueblos libres vencieron a los ejércitos del más vasto imperio de la tierra. Como esta humillación no podía quedar sin vengaza, su hijo Jerjes, contando con la osadía de ese memorable puente sobre el Helesponto, pertrechó tiempo después el ejercito más numeroso jamás reunido y se decidió a emprender una guerra decisiva que sólo podía acabar con la sumisión de Grecia. Pero en ningún momento el rey pudo prever la denodada hambre de libertad que alentaba el espíritu griego. Tras el supremo sacrificio ofrendado por Leónidas y sus trescientos en las Termópilas, el aniquilamiento de la flota persa en las aguas de Salamina dió al traste con la soberbia ambición del rey de reyes, y un decepcionado Jerjes tuvo que emprender el camino de regreso a Susa, renunciando a los frutos de la victoria, al espejismo de una hegemonia invicta sobre la tierra.

A través de la Historia de Heródoto no sólo conoceremos los hechos cruciales de su siglo, sino que, acompañándolo en su andadura por la geografía de la época, nos serán despejados muchos de los enigmas de ese mundo antiguo que, con mirada curiosa y testimonial, más literaria que exacta, nos mostrará, descubriéndonos la civilización Egipcia o Escita, vistas desde ese aspecto entre determinante y fabuloso del conocimiento en el siglo V .

De los últimos hechos recogidos en la historia de Heródoto destacan los albores de un conflicto que amenazaba acabar con el inestable equilibrio del mundo griego: La guerra del Peloponeso. Cronista excepcional de esta guerra localizada, pero en la que estaba en juego el destino de los griegos, fue Tucídides. Nacido en una eminente familia de procedencia Tracia, en éste encontramos un acercamiento riguroso y reflexivo a la historia. Su relato se verá sustentado con datos veraces; de algunos de los cuales habrá sido personal testigo, y aportará una mirada de imparcialidad hasta entonces desconocida de los acontecimientos. Se dice que en Tucídides alcanza una de sus cotas la historiografía clásica. Tal realismo y precisión al tratar el material histórico se debe a que el historiador estaba involucrado en ese acontecer que le tocó vivir, comprometido social y políticamente  con esa Atenas para la que discurría el momento estelar de su historia, cuyo apogeo se había fraguado bajo el gobierno hábil de Pericles. Pues bien, en esa guerra que se iniciaba, Tucídides vivió su episodio personal culminante. Teniendo en cuenta su ascendiente Tracio, fue enviado a liberar Anfípolis del cerco a que la sometía el espartano Brasidas. Su misión como estratego fracasó, y como consecuencia tuvo que sufrir el correctivo del destierro, de esa ostraca a la que tan proclive era la asamblea ateniense. Pero este amargo desengaño, fue el que alentó a Tucídides, comentarista lúcido y frustrado estratego, a elaborar esos libros excelentes que constituyen su crónica de La guerra del Peloponeso.

Pero, cabe consignar, que este seguimiento exhaustivo de la "guerra" iniciado por Tucídides no abarcó su total desarrollo ni conoció su corolario, y tuvo a otro historiador ateniense, Jenofonte, como continuador. En sus Helénicas esbozó los postrimeros años del conflicto bélico, hasta su conclusión. Quizá Jenofonte carezca de la capacidad analítica de Tucidides, pero su aproximación a esa masacre intestina de las poleis griegas es ciertamente honrosa, teniendo siempre en cuenta sus veleidades espartanas. Quizás Jenofonte, eclipsado frente a la gran obra de su compatriota, alcanzara después de todo la bendición de la musa con esa otra obrita que ha dejado admiradas a las generaciones: La Anábasis o La Expedición de los Diez Mil. En esta se narra la odisea de un contingente de tropa griego que busca su salvación al arriesgado peregrinaje por todo el imperio Persa, tras la muerte del joven Ciro, caudillo  a quien servían como mercenarios, en su sublevación fratricida contra el rey  Artajerjes. 

Quizá puesta la obra total de ambos historiadores en la balanza, no desmerezca demasiado una de otra, teniendo en cuenta la gran versatilidad de Jenofonte, cuyo índice se nutre tanto de tratados cinegéticos como de obras de carácter filosófico, tal como su Apología de Sócrates. Pero lo cierto es que ambos, Tucídides y Jenofonte, encarnan esa brillante  "madurez" de la historiografía griega.

Con el desplazamiento del eje de imfluencia política hacia occidente, surgirán sendos historiadores que representarán la ancianidad en esa sinopsis que venimos contrastando. Como griegos marcados por esa gran potencia surgida a la par del declinar de los estados escindidos de ese gran sueño mundial de Alejandro, puede considerarse a Polibio y Plutarco. Ambos disfrutaron ese nuevo orden establecido por Roma, el de esa reducida polis que se convirtió en imperio,  y bajo cuya influencia el mundo cobró un nuevo aspecto que condicionaria el devenir de Europa. Polibio, el helenístico por excelencia, dibujo ese mapa atribulado por la desintegración de la herencia de los diádocos y glosó esos acontecimientos en donde se jugó el que sería destino la civilización mediterránea. Siguió a Escipión por las ardientes arenas de Africa hasta la caída de Cartago; consignó la suerte de Roma a través de sus calzadas hasta reafirmar el triunfo de la latinidad, y ofreció un policromo testimonio de lo que vendría a significar ese auge del mundo antiguo, el cual la historia tardaría siglos en recuperar.

En Plutarco encontramos al griego transformado por la influencia del orbe; en él ya se ha producido la simbiosis de esos dos pilares que conformaron el mundo clásico. Por eso, frente al mito de Alejandro  se alzará la sombra no menos fastuosa de César. La excelencia de la obra de Plutarco transpasará las barreras del tiempo y servirá de referencia para todo estudioso que se acerque a esa fascinante herencia grecoromana.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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