UNA HABITACIÓN DE HOTEL(Relato original de Francisco Juliá)

UNA HABITACIÓN DE HOTEL



La atmósfera de Phoenix se habia vuelto insoportable, pese a sus días secos, a la pureza de su cielo de cobalto impoluto, apenas mancillado de cuando en cuando por una nube insólita. Mae estaba acostumbrada al calor, hasta en esos días de calima enturbiados por el polvo del desierto; acostumbrada también al provincianismo indígena de esa sociedad estrecha y algo pacata, solo atenta a las comidillas comarcales. Hasta dentro de casa había penetrado la monotonía de ese paisaje agraz, de lomas calvas y arbustos calcinados, donde bajo el implacable sol se tuestan los lagartos y la víbora cascabel. A través de su ventana, veía el encuadre invariable de esa fachada impersonal en una calle no muy transitada del suburbio, en cuyos bajos abre su store el judío Epstein, con su extraña clientela de pielesrojas y orientales. En verdad, no encontraba en los rincones de su casa paliativos con los que remediar la aspereza de la vida en Phoenix, su vida estéril, limitada a los áridos momentos en el despacho de Seguros Sunrise, una vida ligada en tantos sentidos a las vicisitudes de esa agencia presidida por Gaspar Gosling. Porque uno suele rodearse en casa de esos objetos tan llenos de significado que hacen olvidar la cruda indiferencia que nos dispensa la ciudad. Una ciudad de todos y de nadie, que quizá haya servido de telón de fondo para los momentos más cálidos de nuestra existencia, pero que por lo común se muestra anónima, marco impasible de nuestro naufragio.

No encontraba acomodo en esa soledad invariable de la casa; nada le decían ya sus muebles, ni sus cuadros, adquiridos en algunas rebajas, ni la luz filtrada por los blancos cortinajes que la protegían de la mirada indiscreta de la mujer que venía de la compra, de los automovilistas que fisgoneaban mientras esperaban el cambio de disco en el semáforo, del indio borracho que, perdido el pudor, buscaba el rastro de cualquier mujer que alimentara su salacidad. Se ahogaba en aquella casa de soltera, esa casa que alquiló cuando abandonó el hogar familiar, cerca de la fontera mexicana. En ella habia vivido una dilatada juventud, a las puertas ya de una madurez incierta. Incierta porque no se la imaginaba como una prolongación de sus días actuales, sin mudanza, iguales unos a otros, donde la vida se sucedía invariable, como un lánguido vegetar, análogo a las lomas yermas e indiferenciadas del desierto. Era bien cierto que la atmósfera de Phoenix la ahogaba. Sabía que no resistiría mucho en ese ambiente. Oportuna le parecía la carta de Florence desde Frisco. En ella le recordaba su nueva situación de divorciada, de mujer sola con un hijo de diez años a su cargo, haciendo frente a una ciudad que día a día se ponía mas difícil. Le hacía ver cómo la compañía de una mujer soltera como Mae le serviría de gran ayuda, en tanto que juntas, como dos leales hermanas, podrían hacer frente a las dificultades cotidianas. A Mae, compartir la vida con su hermana le parecía un paso atrás, un extraño compromiso que no podía ser duradero. Basaba sus consideraciones sobre todo en el hecho de que entre ellas, desde bien niñas, habían existido sus diferencias. Florence siempre había sido la mayor, pero a Mae nunca le había gustado seguir a remolque. Siempre fue celosa de su independencia y se temía que la convivencia entre dos caracteres tan dispares no podía prosperar. Pero tampoco podía hacer oídos sordos al mensaje de su hermana que, por primera vez, la reclamaba , solicitando ayuda.
Florence no había llegado a terminar sus estudios cuando anunció su compromiso matrimonial con Marcus Dogherty. No se demoró en abandonar la aldea, la modesta vida familiar que giraba en torno al taller mecánico de papá. Florence y Mae si hubieran sido chicos quizá hubieran permanecido en la aldea, heredando el negocio familiar. Pero su condición de mujeres las impulsó a buscar horizontes bien distintos, que nada tenían que ver con motores y grasa de automóviles. Unos horizontes que se los hacían presagiar los muchos viajeros que paraban en el taller a repostar y que normalmente hacían la ruta de Sonora a Phoenix, atravesando la frontera. Florence tuvo más suerte que Mae, pues conoció a Marcus, que se la llevó a vivir a California. Mientras que Mae, que permanecía soltera, cuando tuvo ocasión de desatar sus lazos, sólo pudo afincarse en Phoenix, una ciudad que la recibió como a la tímida provinciana pero no precisamente con los brazos abiertos. Mae tuvo que luchar duramente para asentarse como era debido en aquella urbe hostil y no regresar como fracasada a Drycannion. Pero ahora ya estaba tan harta de la ciudad como de su vida. Se encontraba en uno de esos momentos en los que urgía tomar una decisión que llevaba meses aplazando. Oportunamente habían llegado, pues, la carta de Florence y las fechas veraniegas de las vacaciones. Seguros Sunrise cerraba sus oficinas durante tres semanas, período que le serviría para visitar a su hermana y recapacitar, e incluso tomar una decisión sobre lo que en adelante haría con su vida, una vida en la que nunca había visto claro un norte preciso.
Había dejado de sobra informado a Gosling de cuáles eran sus intenciones, mediante una nota bien a la vista en la mesa de su despacho. En ella hacía hincapié en su propósito de ir a visitar a su hermana en Frisco, de donde intentaría regresar a tiempo de reintegrarse a su trabajo. Precisaba también que necesitaba una temporada de soledad para reencontrarse a sí misma. Lejos de Phoenix, en un ambiente diametralmente distinto. Confiaba en que Gosling comprendería, pues, en cualquier caso, era un tiempo que le debía la empresa. Acaso no había dado a Sunrise insurance, corp...años de intenso trabajo y prestado servicios inestimables al propio Gosling. En la balanza de las lealtades debía pesar sobre todas esta circunstancia.
Mae mascaba ese ambiente relajado de los días en que no tenía que ir a la oficina. Como presumía los largos períodos de asueto que le restaban, se sentó en su sillón favorito para fumar un cigarrillo, sin pensar en más. Las sensaciones que entraban por la ventana eran de sosiego, se respiraba la indolencia de un día festivo. Los escasos viandantes que pasaban frente a su ventana eran los habituales domingueros: Mr Murphy, llevando a su nieto de la mano, en dirección al parque; Mrs Alice paseando a sus diminutos chiguaguas; Daniel Tomkins trasladando en su camión listones y tableros hasta su carpintería, que mantenía abierta hasta en domingo, día que por ser cual era, también contemplaba un pequeño rosario de fieles que llegaban rezagados al culto en la iglesia presbiteriana. Ceremonias a las que durante sus primeros años en Phoenix, ella también habia asistido. Hizo buenas migas con el reverendo Nicholson, pero luego todo se enfrío. Entraron ciertos hombres en su vida, y no pudo por mucho tiempo mantener una doble moral. Podía prescindir de asistir los domingos a la iglesia, pero no podía resistirse a la fuerza de algunas pasiones.
Mae aplastó el cigarrillo en el cenicero. Estaba decidido que se reuniría con Florence en San Francisco y debía hacer los preparativos. Se dirigió a su cuarto. La habitación estaba ordenada: la habia adecentado poco después de desayunar. Aún persistía la fragancia a lavanda del ambientador, junto a la brisa que se filtraba por el mosquitero de la ventana entreabierta. Se plantó frente al armario empotrado y descorrió la puerta, que opuso cierta resistencia. El roce con la suela de un zapato de hombre la iba frenando. Tuvo que reconocer que él, como todos los hombres, era un desordenado. No cabía más que comprobar la negligencia con que colgaba sus trajes. Miró la ropa con el sentimiento de que una contrariedad se había inmiscuido en sus emociones. Hasta su olfato llegó el peculiar olor que despedían los trajes y sintió cierta vergüenza por sentirse atrapada en aquella negligente esclavitud. Divisó la gran maleta en la leja de arriba y se puso de puntillas para poder alcanzarla. No sin dificultad, logró colocarla sobre la cama. Mostraba señales de su anterior viaje, exactamente los precintos de un último vuelo.
Al cabo de una hora, había embutido con ropa dos maletas y el maletín de mano. Aunque pensaba viajar hasta San Francisco en su propio Chevrolet, tres bultos le parecieron excesivos. Apenas cabrían en el maletero, y además su estancia en casa de Florence no sería eterna. Dos semanas pasan volando, y en una maleta y el maletín cabían las mudas necesarias para tan corta temporada. Volvió a deshacer una de las maletas y a ordenar la ropa en el armario. Con el trajín, se le había abierto el apetito. Habían dado ya las dos, medía hora de demora con respecto de la que diariamente acostumbraba a tomar su lunch del mediodía, siempre que no surgiera ningún imponderable en la oficina y tuviera que posponerlo a horas más ingratas. Se le hacía raro tomar el almuerzo en casa, en la quietud del hogar, esa quietud que por lo general se transformaba en una apesadumbrada monotonía. La quietud de hogar y su solitario silencio. Muchos le habían recomendado el matrimonio como receta para superar esa losa pesada de la soledad, pero aunque había conocido algunos hombres nunca se había decidido a afrontar la seriedad de ese paso. Convenía en que vivir sola no era la solución. Pero, ¿dónde estaba ese hombre idóneo con quien compartir la vida? Cuando no podía soportar más el sepulcral silencio de la casa solitaria, ponía un poco de música. Le daba igual que fuera clásica o moderna siempre que sirviera como agradable banda sonora de fondo. La vida tenía esa desventaja con el cine: en los buenos momentos siempre faltaba esa apropiada cuña musical. Ya que en los malos, cualquier musica resulta deleznabable, aun la del mismo Chopin.
Mae meditaba estas cuenstiones mientras masticaba el sanwich, del cual le desagradaba la lechuga, un tanto pasada. Debía haber prescindido de ella, pero ya era tarde. Se limitó a añadirle más mayonesa para engañar el sabor. Con las maletas ya dispuestas-pensaba-, poco le restaba por hacer en aquel día de vísperas, además de dejar pasar las horas atendiendo solo a las más triviales necesidades. Se acostaría temprano, a fin de emprender el largo viaje apenas amaneciera. Había que aprovechar las primeras horas, antes de que el sol de mediodía castigara con su tórrida inclemencia. Entonces no cabía otro remedio que parar en algún motel o restaurante de la ruta y esperar las horas más bonancibles de la tarde, cuando la brisa refrescara y las primeras sombras de la noche aliviaran los polvorientos caminos del norte de Arizona y del sur de California. Decidió que convendría dar una última revisión al automóvil y asegurarse de que el vehículo se hallaba en condiciones de emprender tan largo viaje. Todo debía estar en orden, pues aquella misma semana lo había llevado al taller de San Shephard para que le hiciera un revisión a fondo, advirtiéndole de la dura prueba que esperaba al Chevrolet.
Tras encender la luz del garaje, que además de utlizarlo para guardar el coche le servía de trastero, procedió a una somera inspección del vehículo, dentro de lo que su casi absoluto desconocimiento de la mecánica le permitía, siendo como era hija de mecánico. Pero ya se sabe: “en casa del herrero...” Comprobó la presión de los neumáticos a ojo de buen cubero, los niveles de agua y aceite y el buen funcionamiento de los limpia. Repasó todos los objetos reglamentarios que suele demandar la policía cuando te detiene en la ruta, y verificó que todo estuviera en orden. Luego, puso el motor en marcha y escuchó durante un buen rato su rugido acompasado. Podía estar tranquila, el motor se comportaba como la maquinaria bien engrasada, con un rodaje uniforme y silencioso. Cerró el capó, dejándolo caer con un golpe seco y, tras apagar el contacto, se dispuso a salir del garaje, no sin antes advertir con cierto disgusto la variedad de objetos inservibles que se habían ido acumulando entre el desorden y el polvo. Decidió que cuando volviera de Frisco se encargaría de poner un poco de orden en aquel negligente caos, labor totalmente infactible durante los períodos de trabajo, cuyo escaso tiempo libre debía dedicar a mil y una cosas mas urgentes y necesarias.
Mientras cruzaba la acera en dirección a la casa, saludó a su vecina, Constance Walthers, que regaba las rosas de su pequeño jardín, lindante con el store de Epstein, como quien cultiva un tesoro. Mae se dijo que aquella ociosidad solo era posible en una mujer que tuviera marido. Para ella, que tenía que atender las exigencias de un trabajo y por añadidura todos lo tiquismiquis de una casa, la botánica resultaba una ocupación de priviligiadas. Solo de uvas a peras podía dedicar un tiempo para regar las pocas plantas que mantenía en la terraza. Al entrar en casa, se plantó hasta la ventana del salón y contempló durante un buen rato el quehacer feliz y minucioso de la vecina, a la que pronto asediaron los juegos de sus hijos, todos con el flequillo rubio cortado en ángulo recto y un polo a rayas, arrastrando el bate de baseball el mayor de ellos mientras los pequeños se lanzaban la pelota y la atrapaban con gran pericia con el guante. Mae se convenció de que no era mujer para soportar semejantes algarabías, el loco zafarrancho de los niños. Por un momento se consideró afortunada por no haber tenido hijos.
Cuando volvió a recuperar la tranquilidad solitaria de la casa, Mae se preparó un té y puso en el giradiscos un vinilo de Sinatra. Aquel disco le evocaba los momentos románticos, casi todos perdidos. Momentos que mientras se dieron parecían eternos pero que luego se perdieron como el vuelo fugaz de un pájaro. Reconocía en la voz de Sinatra ese matiz de añoranza, la condición de ese instante que somos e irremisiblemente pasa. Mientras la cálida voz de Frank lamentaba acaso un amor perdido, Mae contemplaba desde el umbral de su habitación las maletas sobre la cama, recordando el viaje que en breve emprendería. Y comprendió que en la vida nos pasamos preparando un viaje tras otro, hasta que finalmente emprendamos el viaje definitivo, del que nunca retornaremos. Aquellos pensamientos le parecieron demasiado lúgubres, y regresó al salón, con la taza de té aún en la mano.
Las horas de la tarde pasaban lentas; en la calle se notaba el peso demoledor del sol, que ya empezaba a declinar. Hasta su soledad llegaban los ruidos esporádicos y tediosos de un domingo estival: el paso bronco de alguna camioneta que hacia resonar la plancha de hierro que cubría el hormigón de una zanja en obras, la gritería lejana de los niños jugando en el parque, el timbre obstinado de las cigarras, el ruido de un taladro tras el tabique de la casa contigüa o el gluglu espaciado del deposito del retrete. Sintió próximos todos aquellos sonidos porque el disco de Sinatra había acabado y giraba inestable en el eje del giradiscos. Desconectó el aparato y guardó el disco en la funda de cartón; y de nuevo se sintió envuelta en ese sosegado rumor de la tarde que tanto invitaba a la indolencia, a dejar volar los pensamientos sin orden preciso, sin la necesidad de una respuesta inmediata.
Acostumbrada a pasar las últimas tardes de domingo con él, mediante la coartada de una imaginaria partida de poker con los amigos, se le hacia bastante cuesta arriba el tránsito de aquella tarde sin su presencia. Echaba de menos su conversación, aunque tantas veces fuera trivial y reiterativa; asi como también los momentos en que hacían el amor, no siempre satisfactorios, y , sobre todo, ese extraño instante en que se sentía como desvinculada del curso de la vida, mientras ella fumaba en la cama y él se purificaba en la ducha. Después de vestirse, mientras se ajustaba el nudo de la corbata frente al espejo, y él volvía a representar al probo Gaspar Gosling, gerente de Sunrise seguros..., comentaban alguna habladuría del día, la vicisitud de algún amigo en común, y luego se despedían. Así durante un domingo tras otro.
Mae no era de esas personas que exigían mucho de la vida, por eso casi se conformaba. Los golpes recibidos habían ahormado sus esperanzas y mantenía una actitud bastante inhibida ante cualquier prometedora expectativa de la existencia. Por eso recibió con cierta cautela cuando él le comunicó su separación de Nora Roberts, su mujer. Hubiera creído que aquella situación podría ser duradera, sino exitiera el lazo tan consistente como inconveniente de los niños, que hace perdurable a toda pareja a pesar de los años. Pero lo cierto era que durante los últimos meses lo había gozado para ella sola, despertando junto a él durante muchos días entre semana, ya no sólo los domingos. El no se había decidido ha instalarse en su casa, porque tal vez fuera contraproducente para lo del arreglo del divorcio. Pero, si lo había tenido tan a menudo desde que dejara a Nora, por qué no creer que la nueva situación pudiera prolongarse definitivamente. Aunque lo cierto es que él se había marchado, de repente. Dijo que necesitaba tiempo para reflexionar; que se hospedaría en el club hasta que su mente volviera a estar clara. Hacía dos semanas de eso. Y en todo ese tiempo, solo se habían visto en la oficina; la última vez dos días antes de cuando Mae entró en su despacho para depositar sobre su mesa la breve nota con la noticia del viaje que se disponía a emprender, por compromiso con su hermana Florence.
Porque en la oficina “él” se comportaba con la frialdad con que se sobrelleva una relación laboral. Sin dejar ningún resquicio sentimental por donde los empleados de Sunrise insurance, corp... pudieran sospechar su secreta relación. Su única conversación había versado sobre cuestiones puntuales de trabajo. Desde entonces, no se habían vuelto a ver ni tan siquiera telefoneado, aunque Mae pesentía que el teléfono sonaría de un momento a otro; por eso se acomodó en el sofá y encendió la televisión. Escuchó las noticias sin prestar mucha atención: el locutor informaba algo sobre un tornado en Oklahoma; y adelantaba, luego, resúmenes sobre los resultados de alguna encuesta sobre las próximas primarias, que auguraban prudentes cambios coyunturales para que nada cambiase en Norteamérica, etc, etc. La televisión habla de un mundo al que no pertenecemos, y tal vez nunca perteneceremos; porque acaso sea un mundo inexistente, creado por la conveniencia periodística. Por fortuna, tras concluir el noticiario no echaron una de esas horribles series que muestran un extraño ingenio, capítulo tras capítulo, y que concluyen con el patético “continuará”, sino que proyectaron una vieja película de Wayne, en la que indios y charros eran abatidos por el furor de su revolver. Como siempre, con el mítico trasfondo del Monument Valley.
Mae no llegó a terminar la película, la vencía un primer sueño y el teléfono permanecía mudo. Apagó el aparato y se levantó del sofá antes de que el puntito blanco se hubiera desvanecido. Comprobó que todo estaba en orden en la casa, apagó las luces, y se acostó. Tras un ligero sueño, la desveló cierto desasosiego por el viaje que se disponía a emprender. La dominaba la inquietud, las ansias de verse conduciendo por esas rectilíneas carreteras, a través del desierto. Encendió la luz y miró el reloj despertador; eran todavía las cuatro. Las sábanas se le hacían molestas, y no encontraba la postura adecuada para conciliar otra vez el sueño. Lo que siguió fue una ingrata duermevela, en la que el tiempo cobraba una abrumadora densidad. Los minutos no pasaban. No podía dormir, pero era una tontería levantarse y aguardar impávida como una lechuza el trascurso de la noche. Por fin, la invadió un leve sopor. Se notaba transpirar. No dormía pero a sus pensamientos se yuxtaponía una ensoñación tan real como una vivencia. Se veía inmersa en la actividad de la oficina. De pronto, por el dictáfono oía la voz de Gosling, requeriéndola. Cogió papel y lapiz y acudió con prontitud. Ya dentró del despacho sorpendió a su jefe volcado sobre la gran mesa. Debajo de sí se desperezaba el cuerpo desnudo de una mujer; la llamaba Nora, pero no era Nora. Mae recobró la consciencia. En las tinieblas escuchó el tictac del reloj. Incómoda, apartó las sábanas y se sentó sobre la cama. Eran las cinco y media. Creyó que era una buena hora para empezar a asearse. Entró en la ducha y sintió la grata sensación del agua caliente. Su cuerpo se relajó con el constante resbalar del tibio fluido por su cuerpo. Cuando terminó, secó su corto pelo con el secador de mano, y envuelta en una gran toalla blanca fue a vestirse en su habitación.
A las siete, tras el desayuno que tomó con cierta desgana, estaba lista para iniciar el viaje. Antes de abandonar la casa comprobó que puertas y ventanas se hallaban bien cerradas, con un hermetismo que disuadiera de la comisión de cualquier robo. Cargada con la maleta y el maletín de mano se dirigió al garaje. Se detuvo en el portal, para comprobar si había algo en el buzón. Y en efecto, lo había. Era un sobre comercial sin timbre ni remite. Creyó que se trataría de una propaganda de algún chapucero de la barriada, uno de esos que te cobran veinte dólares solo por el desplazamiento, y la guardó sin leerla en un bolsillo del vestido. La calle estaba desierta; en conciencia creyó que ningún vecino se percató de su marcha. Le parecía duro partir sin una despedida, aunque se tratase de la indiscreción de señora Walthers, a quien pediría el gran favor de vigilar su casa durante su ausencia. Se le hacía ingrato partir sin dejar nada atrás; cuando alcanzara la carretera sería perfectamente consciente de que en realidad nada irrevocable la unía a Phoenix.
Mae colocó su equipaje en el maletero, subió a su Chevrolet y accionó el contacto. Puso la marcha atrás para salir del garaje y pronto se vió reculando en la calzada. Mientras partía no olvidó echar un último vistazo a la casa. Ésta podía decirse que no era un hogar, pero era el único nido que tenía. Era como aquella cobacha que construyera en el jardín de la casa de sus padres, durante su infancia. Solo allí podía sentirse a salvo de las tempestades familiares. Mae sabía que volvería a aquella casa suburbial de Phoenix, pero al partir sintió que algún lazo se desataba, sin saber exactamente cuál.
No tardó en salir de la ciudad, por la carretera del norte. Al fin, el largo y rectilíneo tramo de asfalto y un paisaje semidesértico a su alrededor. A Mae le gustaba conducir, aunque era la primera vez que emprendía un viaje tan largo. En cualquier caso, estaba dispuesta a llegar a Frisco, fueran lo duras que quisieran las etapas. Por aquella carretera solitaria, no tenia más compañía que la radio y el rumor de fondo del motor, que de momento respondía a la perfección. El viento que entraba por la ventanilla levantaba el cabello de sus sienes. Poco a poco, conforme maduraba la mañana, el peso del sol empezó a dejarse sentir. Tras una parada corta en una estación de servicio, como a eso de la doce paró para comer. Era un restaurante del camino, cuyo menú no daba mucho donde elegir. Comió de lo que había y se proveyó de agua suficiente para el viaje. Aquella tarde condujó hasta que su cuerpo le dijo que no podía más. Como a las cinco se detuvo en un motel y tomó una habitación. Llevó consigo las maletas, para mantenerlas a buen recaudo, pues en lugar tan apartado no se sabe lo que se puede encontrar: había oído habladurías sobre implacables buitres de la ruta, capaces de robarte el alma si te descuidas. Como en aquella habitación el calor era asfixiante, se despojo del vestido, quedando solo en ropa interior. Mientras manipulaba la prenda de la que se había despojado, reparó en la carta que aquella mañana sacara del buzón. Era un comercial sobre blanco con ventanilla, donde venía escrito su nombre a mano. Al analizar detenidamente la grafía, la letra le pareció familiar. Sentada sobre la cama, abrió el sobre, desplegó el papel de carta y leyó. Era una reseña de Gaspar Gosling, que decía lo siguiente:

He reflexionado mucho y he decidido volver con Nora. He tomado esta decisión porque en mi interior no encuentro argumentos con los que dilculparme ante los chicos. Todo este tiempo he echado algo en falta, y he averiguado que se trataba de Nora y nuestra vida en familia. Cada mañana, al levantarme, sentía como el peso de una culpa y era que mi corazón me decía que seguía queriendo a Nora.”
Suerte, Mae.
Mae quedó un largo rato atónita, sin saber qué decirse, sin encontrar la forma de encajar el golpe. Leyó y releyó una y otra vez aquellas letras, sosteniendo el pliego sobre las rodillas. Un sentimiento de soledad ensombreció su rostro. Recorrió con lágrimas en los ojos el cubículo de aquel motel perdido en la soledad del desierto, sus muebles desvencijados, sus verdes continajes, su ventanal ciego; posó su vista en las maletas, que ya solo suponían un oneroso equipaje que había que arrastrar, a través de una realidad sin significado. Reconocía su vida como esa pregunta sin respuesta, su pasado baldío, su porvenir incierto. Se sintió desgajada del mundo, como si a nada ni a nadie perteneciera. Mae había llegado a ese punto en el que, para todo ser humano, la carrera de la vida se derrumba y el mundo se presenta en toda su crudeza, y ya solo nos queda la exactitud de la muerte y la esperanza ausente, que ya jamás reverdecerá. Era como si Dios se hubiese desvanecido en su interior.

Cuando ya avanzada la mañana reemprendió el viaje, su viejo Chevrolet se perdió en la vastedad de America, disipándose en una lontananza que tibubeaba bajo el sol como un espejismo.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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