LAS FUENTES DEL NILO, 1

Coincidiendo con el fin de semana he adquirido una cosecha más que aceptable de libros. Mientras avanzo en la lectura de un título sobre el antiguo Egipto, un abanico diverso de sugerencias vienen a tentar mi espíritu. Ubicarse en la región que baña el Nilo es siempre estimulante; nuestro horizonte escruta hasta las lejanías de la tierra de Punt y coteja las maravillas que una de las culturas más fecundas de la antigüedad nos ofrece. Su riqueza teológica y mítica nos abruma. Nunca acabamos de fijar la riqueza de su legado. Se dice de su concepción cosmológica dual, la cual asimismo conformó su ordenamiento político. Se conoce a Egipto como el país de las dos tierras: el alto y el bajo Egipto, regido no obstante por la figura monolítica del faraón como unificador, sobre cuya cabeza ciñe las dos coronas y cruza sobre su pecho el báculo y el flagelo de la autoridad, auspiciado por las dos deidades tutelares, el buitre y la cobra. El faraón era puente de la nación con los dioses; por medio de él se derramaban las bendiciones para el pueblo. Vivía en contacto directo con la divinidad, a través de los ritos y de su culto, diverso en todos los sentidos, debido a complejidad de su panteón. No otra cosa sino un puente entre el faraón y los dioses, entre la humanidad y lo eterno, entre la intimidad del alma y la inmensidad del cosmos simbolizaban las pirámides. Era ésta una cultura donde la muerte era lo primordial; la vida venía a significar la preparación para ese trance. En tal acontecimiento se cifraba el objetivo de la nación: construir ese mausoleo para que su lider venerado alcanzase el estadio supremo que lo emparenta con la divinidad. De semejante logro, devendría la prosperidad para el pueblo, y no solo eso, sino la decisiva armonía del universo. La figura del faraón era básica en la relación de Egipto con sus dioses; de él dependían no solo los asuntos político religiosos, sino aun de los naturales y cósmicos. La crecidas del Nilo precisaban de su anuencia con los dioses, de sus preces y ofrendas para aplacar su cólera. Tanto una crecida incontrolada como una precaria pondría en peligro la cosecha de ese granero vital que bordeaba el gran río.
El Nilo y sus fuentes misteriosas, que permanecieron ignotas durante la antigüedad, era la columna vertebral vitalicia de un país amenazado por el desierto circundante. Circunstancia que persistiendo en esa conciencia dual que define al país, demarcaba la tierra en negra y roja. La una fértil y próspera; la otra, yerma y baldía. Del limo fecundo de la primera brotaba el mejor cereal, cuyas cosechas siglo tras siglo mantuvieron el más viejo imperio establecido sobre la tierra. De su dorado grano se nutrió la despensa romana, cuyo apetito insaciable saqueó cuanto había de provecho en la cuenca mediterránea.
En las manos del faraón reposaban el cetro real, el báculo del sacerdocio y el fiel de la justicia. Era el encargado de tutelar que el Maat prevaleciera en el mundo, manteniendo el equilibrio de ese orden dictado desde las estrellas. Maat es ese concepto clave para entender el fundamento que cohesionó una sociedad tan compleja a través de las centurias si no de los milenios. Por Maat se entendía la justicia, el orden, la verdad. La Areté griega es un concepto próximo pero no la abarca. Maat es esa realidad inherente a la lectura del cosmos, que el entendimiento humano ha de discernir. Fue esa luz elocuente que iluminó toda una civilización, que aterrada por cuanto de indescifrable nos rodea, atendió a mitos y subterfugios para escapar de la huella evanescente de lo efímero. Sus sólidas construcciones y su críptico misterio sustentan su tentativa de atrapar lo imperecedero.

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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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