El extraño del tren Expreso

Por aquel entonces, yo cumplía el servicio militar. Me dirigía a la estación de ferrocarril con un período de permiso. Había escondido mi uniforme de soldado en el petate y volvía a casa con la satisfacción de a quien le aguarda un tiempo de libertad por delante. Junto con el uniforme, se me antojaba haberme desembarazado de las inhibiciones propias del recluta y abordaba el tren con un ánimo distinto del que me trajo la primera vez al recinto cuartelario. En éste no había aprendido grandes cosas, pero sí las suficientes para, lejos del resignado apocamiento del cuartel, aparentar la desenvoltura del joven decidido y fardón fuera de él. Con semejante talante, ayudado por la ingestión de algún carajillo, abordé el tren de la mañana en la ciudad de O. Estaba feliz de abandonar momentáneamente la disciplina y comportarme un tiempo con la irresponsabilidad del hombre libre cuyos yerros se ven inmunes de la coerción del arresto o del inesperado bofetón punitivo. A su vez, me complacía abandonar un clima tan riguroso como el de O... y regresar al más suave y cálido de mi tierra natal.
Me acomodé en el tren, encaramando el petate hasta el maletero superior. Por ser el ferrocarril uno de esos expresos de entonces, cada vagón se hallaba dividido en un conjunto de cabinas, aisladas por una puerta corredera, que daban a un pasillo recorrido por las ventanas del lado opuesto, al que el viajero salía de cuando en cuando para desentumecer las piernas o respirar un poco aire puro. Porque en las cabinas estaba permitido fumar, y cuando coincidían en ella dos o más fumadores, la atmósfera se volvía poco más que irrespirable.
Por suerte en la cabina correspondiente quedaban algunos asientos libres, lo que permitiría viajar con mayor comodidad, pudiendo estirar las piernas y no teniendo que estar constantemente pidiendo permiso para acceder al pasillo. De momento, yo solo ocupaba el asiento de tres plazas y me había encogido junto a la ventana, con las manos juntas entre los muslos, requerido por los últimos ramalazos del sueño. El asiento de enfrente era ocupado por una mujer joven, algo gruesa y con un niño lactante, oriunda de la región y que seguramente se apearía del tren en alguna de las paradas obligadas de la comarca. Junto a ella, un individuo de mediana edad con el que no tenía ninguna relación fumaba con despreocupación y echaba miradas furtivas, como quien no tiene reparos de emprender una pronta conversación. Por equipaje llevaba una maleta marrón algo desgastada y un paraguas puntiagudo, cuyo uso era casi cotidiano en O...Su aspecto era bastante común, sin ningún detalle especifico que lo distinguiera del español corriente: mediana estatura, cabello oscuro y tirando a dicharachero.

Arrancó el tren con una sacudida que hizo temblar los cristales de las ventanas. Pronto se oyó su acompasado traqueteo sobre las vías. El bucólico paisaje de O... fue deslizándose a través de los vidrios, una vez rebasados los suburbios. Su encanto campesino y la frondosidad de sus bosques evocaban aquellos paisajes arcádicos que vieron nacer la fábula. Comprendí que tales parajes podrían haber ocupado un lugar en mi corazón, si no hubieran estado condicionados por la desabrida experiencia de la vida militar. La misma de la que yo habíame despojado aquella mañana junto con el uniforme y guardado en el petate. La única realidad del ahora es que el tren corría inexorable, rumbo a casa. El vagón había empezado a caldearse,  a resguardo de la baja temperatura del exterior. El reducido recinto, más que los trenes de hoy, invitaba a la intimidad. Era difícil eludir el intercambio cortés de alguna frase o el conato de la conversación que seguramente surgiría como consecuencia lógica de las largas y tediosas horas de viaje. Hay que recordar que los expresos eran impuntuales, incómodos y poco veloces. El trayecto entre O...y  Madrid seguramente tardaría al menos diez horas en cubrirlo. Tiempo suficiente como para entablar cordiales lazos entre los pasajeros.

El individuo de enfrente me observaba con una atención mayor a la esperada de un pasajero indiferente. Estaba claro que no tardaría  en intercalarse entre ambos alguna que otra frase. Esta surgió para avisarme de que mi petate se había desplazado y sobresalía en demasía del maletero, con riesgo de caer.
           -- ¿De permiso, eh?-dijo.
           -- ¿Cómo sabe que soy militar?-contesté dándome cierto relieve biográfico.
           --El cogote rasurado y el petate no engañan a nadie-argumentó.
Estaba claro que el individuo quería congeniar, pues no tardó en presentarme su paquete de cigarrillos, invitándome a escoger uno. Como yo por entonces ya había contraído el vicio, no vacile en aceptar. He de confesar que aquel era mi vicio más arraigado, pues hacia la bebida guardaba cierta moderación y mi intimidad con las mujeres nunca había sobrepasado lo platónico. Tales escrúpulos -- he de llamarlos así si nos atenemos a los testimonios de muchos compañeros de milicia cuando relataban tras el toque de retreta el pormenor de sus correrías sabatinas-- provenían de la probidad de la educación recibida, en el seno de una familia cristiana. Se me educó en el temor de Dios y en la abominación al pecado, tras los muros de una capilla aislada de la corrompida vileza del mundo. Practicando diariamente la virtud, la coraza de la fe nunca permitiría que en mi alma fuera calando la inmundicia del pecado. Pero el paso y el peso del tiempo y las veleidades juveniles facilitaron que las tentaciones del mundo introdujeran su raíz vigorosa en el frágil sembrado de mi pureza, creciendo el tierno grano junto a la estéril cizaña. Aunque todavía mantengo la semilla del cristianismo alumbrando en mi interior, en aquella época yo mantenía cierta propensión a quedar fascinado por la policromía y desfachatez de los hechos del mundo. Aunque temía al pecado, su vértigo me confundía.
Por eso opté en presentar ante aquel individuo una pose enmascarada, la ficción de un Miguel Galán inexistente, amparado por una coraza de mundanidad que me protegiera de mi candidez interior.

Aquel hombre no carecía de astucia y yo aquella mañana, pletórico por las perspectivas inminentes, me sentía charlatán. Fumamos e intercambiamos pareceres del la índole más variada. No sabría calar en lo hondo de sus intenciones, pero aquel hombre perseguía algún deleite y yo ansiaba fascinar. Cuando el tren perseguía las llanuras de Castilla la Vieja la amenidad de nuestra charla rozaba lo imprudente. Algunos otros viajeros, durante el trayecto, se sumarían acaso a la cabina, pero yo sólo recuerdo a éste. El individuo me interrogaba acerca de mis gustos, de mis intenciones, de mi filosofía vital. Quiso indagar sobre mi ocupación anterior a mi ingreso en el ejército, y yo le contesté con una ocurrencia plagiada de un diálogo oído por ahí, de boca de un gárrulo vividor.

          --Ladrón de cajas fuertes-exclamé con cierta sorna.

 Mi contertulio sonrió con una sonrisa donde se adivinaba la complacencia y no poco cinismo. Mientras yo encendía otro cigarrillo, él sacó de su funda unas gafas de sol y ocultó su mirada. Temí aquella opacidad más que una mirada siniestra. Aquel modelo de gafas lo relacionaba yo con gente maleante, a quien se las había visto lucir en televisión o en la foto de cualquier periódico de sucesos; en aquel hombre parecían suplantar el tónico de Jekyll. Hoy creo que eran las mismas que llevaba el Lute en alguna de sus instantáneas icónicas. Y las mismas que yo asociaba con mis particulares cocos infantiles: "el hombre del saco" y "el hombre de la sangre", que pululan los lugares prohibidos en busca de niños desobedientes. Solo puedo agregar que temí. Había perdido toda la confianza, y barrunté que aquel individuo planeaba algo. Como digo, no sabía nada de sus intenciones ocultas. El había averiguado mucho de mí, pero yo de él no sabía nada; sólo que colocándose aquellas gafas había invadido mi ánimo de una total desconfianza. Recelé sobre cuál sería su siguiente paso. Según me contó, se apearía del tren en Valladolid, parada que ya se encontraba próxima. Debió de ser consciente de mi consiguiente actitud reservada, pues cuando me veo en una situación que me disgusta, mi trato se vuelve brusco y rehúyo la conversación. Pareció contrariado por tal circunstancia y no dejó de observarme; al menos yo intuía sus ojos tras de aquellos cristales oscuros y opacos, que acaso ocultaban la aterradora semilla del mal.

Cuando el tren se detuvo en Valladolid, el individuo abandonó la cabina portando su maleta y su largo paraguas, sin dejar de sonreír con maliciosa sonrisa y ocultando el abismo del mal tras la opacidad de sus impenetrables gafas. Levantó su brazo como despedida y lo vi alejarse por el pasillo. Cuando el tren se puso en marcha, me aseguré temeroso y angustiado de que aquel individuo no permanecía en él, aunque lo había visto descender al andén. Desconfié de que bien podía haber vuelto al ferrocarril penetrando por otro vagón. Jamás había temido tanto por mi seguridad, pues estaba convencido de que por primera vez había visto cara a cara al mal, en cuyas intenciones incluso pudiera anidar la posibilidad de asesinarme o hacerme para siempre cómplice de sus inconfesables perversidades. El resto del viaje trascurrió presidido por el desasosiego e imaginando escabrosas intrigas. Sólo llegué ha respirar tranquilo cuando me vi de nuevo entre los muros de mi casa familiar y aquel viaje comenzó a formar parte del pasado. La placidez de la corta estancia en A... devolvió a mi ánimo la confianza.


















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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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