He comprado un pequeño hemisferio.
Es un una esfera blanda, suave,
que se atrapa con la mano
como una pelota de tenis o beisbol,
aunque su fin sea más doméstico que deportivo
La sensación de pasarla de una mano
a otra es agradable; me da la sensación
de suficiencia frente a un mundo
en el que siempre me he sentido atropellado,
empequeñecido, anonado por su caos,
aprisionado en el vértigo de sus dimensiones.
Lo que aprieto con mis dedos es Brasil;
lo que golpea en mi palma, Australia y China.
En el hueco de mi mano caben
los mares procelosos, las elevadas cordilleras,
los continentes que lo circundan.
¡ Cuán fácil abarcarlo frente a mi mesa,
sentirse por una vez como un fatuo diosecillo
que puede gobernar su rumbo,
interferir su órbita, estrujar entre las manos
su inabarcable extensión. No siento
ante su fragilidad voluptuosidad de dominio
como Hinkel ( Chaplin) en El gran dictador;
mi mirada es la del modesto inquilino
que no olvida musitar el continuo por qué,
aunque revelar enigmas no incumba
a su voluntad arrolladora de móvil perpetuo.
Su contacto me tranquiliza, mesuro
su pequeñez y me convenzo de que su vastedad
puede ser hollada, acomodada a la medida
del hombre; suyas las infinitas veredas,
el pulular de las muchedumbres y los pueblos,
la flora y fauna de su cosmos redondo y fecundo,
las furiosas acometidas de los océanos;
aminorada la gravedad de sus catástrofes
y prevenida la virulencia de sus plagas.
Con este mundo a la medida de mi mano,
me convenzo de que de algún modo pueda
hacer mías las cosas, o cuando menos
las que se circunscriben a mi mundo,
en el que por una vez me siento dueño de algo
y acaso pueda trascender lo irremediable.