EL CALENDARIO DE CANALETTO

Hoy me he encontrado ante la disyuntiva de adquirir un calendario. Reconozco que respecto de los almanaques soy bastante conservador. Puede asegurarse que mis gustos son moderadamente decentes. En ningún modo condeno las sugestivas láminas de ninfas exhibiendo las íntimas desnudeces, pues en muchos casos los encantos de tales beldades resultan convenientemente estimulantes; pero tengo suficiente con admirarlas en las paredes  del vestuario masculino de la empresa, pues es bien sabido que las lascivias son compatibles con la grasa de los talleres, los sudores del tajo, y  los diversos marrones del viacrucis laboral. En mi hogar, prefiero una iconografía de mayor comedimiento, que de algún modo aliente la moralina burguesa. Espero a que lo que entre por el ojo promueva argumentos edificadores para el espíritu. Porque, para mí, el hogar constituye ese oasis en el desierto del mundo, al cual regresamos para saciar en sus manantiales la sed que nos procura el devastador ejercicio del vivir. Y a tal fin, me gusta rodearme de cosas que vuelvan algo más placentero el breve tránsito por este valle de lágrimas.

Pero volviendo a los calendarios, diré que en estos prolegómenos del 2013 me veía carente de dicho complemento, pues el calado de la crisis por la que está naufragando España también ha mermado las ediciones de artículo tan necesario. Antes, en cualquier establecimiento, en los albores del año, se obsequiaba al cliente con un ejemplar para remachar la felicitación festiva, que a sus vez servía de reclamo del negocio, y si era de dígitos grandes aprovechaba uno para colgarlo de la pared del salón, del despacho o la oficina y así seguir filosóficamente el cardinal desgranar de nuestra vida. Ante esta coyuntural racaneria del comercio, me he visto en la situación de adquirir uno, no como obsequio sino como transacción.

El adquirido, puede decirse que es un calendario de lujo; es uno de esos que reproducen obras de los maestros de la pintura, de la fotografía o del cine. Tal tipo de calendarios son muy populares en Italia, de donde siempre que la visito suelo regresar con alguno dentro de la maleta. Pero de entre todos los calendarios que habia en el expositor esta tarde eran, primordialmente, cuatro los que llamaban mi atención. Curiosamente, o no tanto cuando reflexiono sobre mis gustos e inquietudes, los cuatro eran de arte. Dos de ellos, reproducian obras geniales de Dalí; el tercero recopilaba paisajes de Klimt, faceta de este artista que hasta cierto punto desconocia, aunque de sobra nos sintamos desbordados por ese alubión publicitario y comercial de El Beso, y el cuarto recogia alguna de las veduti menos populares del Canaletto. La elección estaba, pues, bastante reñida. De Dalí reconozco la genialidad de su dimensión: cuadros llenos de arrebatada fantasía, que nos hacen entrever tras el velo preocupante de lo onírico los esquemas lúcidos o contradictorios de lo sagrado. En cualquier caso, su vigoroso virtuosismo de lo imaginativo en el arte lo considero con un cierto sobrepeso de frialdad contemplativa, que no acaba de calarme en lo más íntimo. Por su parte el ejemplar de Klimt, contaba con la baza para mí de lo novedoso, lo fulgurante; por un momento me cautivó su simetría del color, su inocencia geométrica que tiene atisbos de Cezanne pero que destila un acentuado almibar naif, que no acaba de gustarme. Encuentro en ese capcioso encanto vienés algo de insincero oropel, de destellos de hojalateria y artificio boticcelliano. En resumen, que no titubeé más en decidirme y opté por el viejo Canaletto, con sus vistas de la incombustible Venecia luciendo su guardarropia de gran dama que siempre deja la nostalgia de su fragancia en aquellos que intentaron conocerla más a fondo y creyeron degustar sus deleites secretos, aunque honorables, de altiva cortesana.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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