La muerte del recluta Duréndez (Continuación...)

El capitán Rueda recibió a los familiares del soldado Duréndez en el depósito municipal. La autopsia se demoraría algunos días. Observó el rostro afligido del padre, contraído en una tensa mueca. La madre, sin poder contener las lágrimas, se sostenía en el brazo  de su otro hijo, fatigada por el dolor y por el largo viaje desde Guadalajara. Rueda les confirmó la consternación que había supuesto la muerte del joven soldado en el cuartel. Expresó que se investigaría hasta el final, hasta esclarecer los hechos.
Como a las doce, se vio libre de su gravoso cometido. Solo tuvo tiempo para comer antes de entregarse a la exhaustiva tarea que le aguardaba. Desentrañar la verdad de aquella muerte era la ardua misión que le había encomendado el coronel Arce de Haro. Conocía los límites; se imponía ante todo velar por el prestigio del regimiento sin ignorar la ordenanzas. Sabía hasta dónde podía llegar, cuáles eran los bordes de lo conveniente. Después de todo, ¿no era acaso la muerte el precio de ser soldado?
Por su despacho en el regimiento fueron desfilando uno por uno los involucrados en el caso: el teniente Bermúdez,  el suboficial Galindo, junto a los soldados que prestaban servicio aquel día en Pumarín, empezando por el cabo Badillo, que descubrió el cadáver. Pero como hombre escrupuloso que era, el capitán no se conformó con eso. Indagó quiénes eran los próximos al difunto en la compañía, neófitos y veteranos, aunque se temía que, debido a lo reciente de la incorporación, los lazos de compañerismo que surgen entre la soldadesca no habrían consolidado del todo. Sabía de sobra que si no esclarecía los hechos se levantarían diligencias procesales, con el consiguiente descrédito del acuartelamiento. Y eso era lo que había que evitar, por bien suyo y por el del ejército. Tenía presente que la institución estaba en el punto de mira de la marea política que trataba de imponer un nuevo orden democrático.  Labor suya era demostrar  que el ejército hoy  día no era el arcaico feudo de Drácula, con sus terrores y sus mazmorras, sus torturas y telarañas. El capitán Rueda sabía que por edad pertenecía a una nueva generación de militares. Asumía los valores del viejo ejército, pero era consciente de que su carrera se desarrollaría en ese futuro que apenas se vislumbraba. El ejército no podía ser ajeno a los tiempos, y como todas las cosas tenía que evolucionar. Rueda estaba dispuesto a que ese futuro que había que asegurar, no se le escapara de las manos.
Conocía de sobra la tradición castrense acerca del coraje, médula en la que se basaba la virtud del soldado. A ese valor que se le suponía al recluta siempre se le presentaba el momento de la prueba. El ejercito era el yunque donde se forjaban y templaban las capacidades del verdadero soldado. Aplicando el reglamentario adiestramiento es donde se separaba el trigo del salvado. Durante la instrucción se liman las aristas,  se desarraigan los vicios, se despabilan la indolencias, hasta alcanzar ese ideal de soldado competente y útil para la patria. Probablemente el soldado Duréndez no fuera más, como se le escapó al comandante Álvarez Castro, que un maldito cobarde. Pero, íntimamente, para Rueda,  aquel óbito, arbitrario a todas luces, sólo era el síntoma de unos engranajes desgastados, de unas políticas castrenses que comenzaban a hacer aguas y reclamaban una renovación. La hierática figura del teniente Torres, cuando se cuadraba ante él con patetismo de muñeco mecánico, con la subordinación ciega de esclavo del deber, no era si no la muestra de aquellos viejos valores fosilizados, estertores últimos de una dictadura legendaria cuyo tiempo periclitaba.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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