Paseo por los santuarios de los libros

Como muchos fines de semana, he cursado visita a los antros culturales y cultuales de los libros. Del periplo, en muchas ocasiones, se obtiene algún fruto. Siempre se espera la sorpresa de descubrir algún volumen de interés. Sin haber reconocido nada comestible, sin embargo, llegué a la sección de filosofía  donde me aguardaba una tentación impensada. Era un librito fino, caro en relación a sus dimensiones, que nunca hubiera despertado mi curiosidad de no haber llegado hasta él por referencias. Estas provenían de un divulgador de filosofía por YouTube, quien hace mención del título en relación al contenido del asunto sobre el que estaba disertando: El arte postmoderno. Fácilmente se adivina que el libro al que me estoy refiriendo es "La condición postmoderna", de Jean Françoise Lyotard. Este libro fundamental para comprender los actuales descarríos del arte, en principio presenta una piel que se resiste a ser catada. Lo digo, en referencia a su estilo, cuya fragosidad intrincada se anuncia apta para espantar a los ingenuos. Tales ensayos se enroscan como puerco espines, remisos a que les hinquemos el diente. Pienso que a pesar de su intimidador alambre espinoso de disuasión, llegaré a saborear su enjundia, como el colmenero paciente que se abre camino hasta el corazón del panal. El tema del arte me interesa  desde cualquier punto de vista, y un asunto como el de la postmodernidad no puede pasar desapercibido para quienquiera que practique alguna de sus facetas.
Debo decir que mi apetito como lector se ha morigerado, o tal vez que su apasionamiento se avive según las épocas. No estoy pasando por uno de esos momentos del lector compulsivo que devora toda letra impresa que caiga en sus manos sin mayores miramientos. Se puede ser un encenagado literario, pero también hay que bañarse en los manantiales de la vida. Con esto quiero decir que mis circunstancias actuales vedan la consagración monacal al libro. Ciertos compromisos insoslayables influyen sobre mi avidez de lectura.  Despiertan mi desinterés sobre algunos géneros, sobre todo la novela, la cual ha de reservar alguna excelencia que me incite a seguir su hilo hasta el final. He comenzado varias, que tras las primeras cincuenta páginas, por una razón u otra, me hacen desistir del empeño de concluirlas. Considero bastante bien escrita, Thérèse Raquin de Zola, pero el asunto del homicidio del marido por parte de una adúltera y su amante despierta importantes cautelas de gusto. Una impresión análoga a su vez experimenté ayer tarde durante la lectura por séptima vez de La montaña mágica, donde ese Olimpo de la enfermedad suscitó la fatiga de quien anhela la salud, la vitalidad marina frente a la ciénaga corrompida. Claramente, el ánimo me inclina hacia la objetividad. Leo con gusto una Breve historia del mundo antiguo de la"Uned". El texto presenta amplios matices a saborear, nuevas perspectivas del trillado estudio de la antigüedad. No tengo duda de que mi lectura abarcará hasta la última de sus páginas, cuyo epílogo casi siempre comprende la fundamentación del mundo cristiano.
Pienso, mientras camino entre mesas y anaqueles repletos de libros, que me gustaría ser un escritor de éxito, o que cuando menos recaiga sobre mi obra cierto reconocimiento. Comprendo que para ello debería consagrarme a esa labor en cuerpo y alma, y consolidar una obra consistente que no se podrá rechazar, con argumentos tan sólidos como los que plantea El Padrino en sus ofertas. De esta manera, las editoriales se mostrarían más cautelosas y dispuestas a colaborar. Pero es que para ser reconocido se necesita gozar de cierto prestigio y de una pléyade de seguidores. Aute y Wolfe han publicado ciertas antologías poéticas, cuyo numeroso plantel de colegas no se muestran remisos en aplaudir. Ellos gozan de la aquiescencia de las hordas compinchadas que gobiernan el mundillo cultural de España, perdón del País. ¡Ay del que este solo, porque cuando caiga no habrá quien lo recoja! No pierdo la esperanza de que quien me lea comparta una misma inquietud solidaria. Durante mi recorrido advierto en una tapa una foto de Jack London. Poseía un rostro de niñato que no le impidió representar la quintaesencia de la aventura. Su estulticia neoyorkina no le vedó naufragar en los espacios de "El vagabundo de las estrellas". Un libro como ese nos abriría las puertas del Parnaso.

Compartir en Google Plus

Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

  • Image
  • Image
  • Image
  • Image
  • Image

0 comentarios:

Publicar un comentario