Me gustan los bares
con amplios ventanales
frente a los que discurren
episodios tangenciales
de hombres y mujeres
en ajetreado hormigueo,
esclavos de sus tareas,
galeotes de su recreo.
Pasaría ante sus lunas
las horas muertas
aplicado al ejercicio
de desgranar cada cuenta
de su rosario mundano,
en labor acaso importuna,
de curiosear en los humanos
su variada fortuna
tanto en jóvenes como veteranos,
los detalles singulares
de su trayectoria y cuna.
Frente a mí pasa lo cotidiano,
y lo pretérito lo ensoñamos.
La vida reparte desigual fortuna
de dones y menoscabos,
de certidumbre y dudas,
de venturas y llantos.
La muchedumbre aguarda
el cambio de color del semáforo,
agredida de publicidad falsaria,
de los saldos del comercio,
de la mano que postula
mientras vigila una cámara
el quehacer colmenero
y las bocas del metro
de cuarto en cuarto
vomitan gente al asfalto
pugnando por llegar primero.
Fugaces autos que van pasando;
alameda abajo, los jubilados;
en un parterre, niños jugando.
Algunos paisanos pasean perros,
cruzan parejas de enamorados
y de cuando en cuando,
los pajarillos salen volando
desde algún árbol como asustados,
y al observarlos concluyo y juzgo
que, en este largo asueto
de jubilado, ante mí se reúne,
mientras descanso el esqueleto,
El gran teatro del mundo
con sus virtudes y sus pecados,
sus alegrías y sus pesares,
en esa feria de vanidades.
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